Juan Manuel Martínez Valdueza

Recatos históricos: la cola de Wellington y el pene de Rasputín

Arthur Wellesley, duque de Wellington y héroe nacional inglés.

LA CRÍTICA, 10 NOVIEMBRE 2021

Juan M. Martínez Valdueza | Miércoles 10 de noviembre de 2021

No es habitual en el relato histórico ver adornados a sus protagonistas con aquellas características propias que pudieran afectar negativamente a su imagen para la posteridad. Eso sí, siempre que hubieran pertenecido a la élite de los vencedores porque, en caso contrario, ese mismo relato histórico se empeña con ceño en manifestarlas, magnificarlas e, incluso, inventarlas.

Hoy les traigo dos ejemplos significativos por la relevancia de sus protagonistas y por la no menor relevancia de la ocultación, en el caso de la cola vestigial del duque de Wellington, y de su exposición, en el caso del tamaño y “reliquia” del pene de Rasputín. (…)



... Arthur Wellesley, más conocido como duque de Wellington, vencedor en Waterloo y elevado a las alturas en España (duque de Ciudad Rodrigo, vizconde de Talavera de la Reina y Grande de España) a pesar de las trapacerías de sus ejércitos por estas tierras, protagoniza uno de los secretos mejor guardados por la inteligencia inglesa de ayer y de hoy: era portador de una cola (o rabo posterior) vestigial de unos veinte centímetros de longitud, que le causaba muchos problemas e incluso requería de una especial montura para poder cabalgar. (Esta característica hoy está considerada como enfermedad rara –existen censados unos cientos de casos en el mundo–, crece a continuación del sacro, y se la denomina también “cola humana verdadera”).

Debo la información al general de brigada, historiador y escritor José María Sánchez de Toca y Catalá, fallecido hace poco tiempo. Doctor en Historia, me hizo la extraordinaria confidencia con motivo de la publicación de uno de sus libros en 2009 –que tuve el honor de prologar–, ciertamente excitado y citando fuentes de los servicios de inteligencia norteamericanos. Por cierto ese libro, Los desastres de la guerra. Astorga en la Guerra de la Independencia, es un hito en la historiografía del periodo y, como es ya demasiado habitual, poco conocido.

Los ingleses hicieron muy bien en ocultar esta peculiaridad de su héroe porque, como bien decía Sánchez de Toca, ¿qué hubiera pasado no ya en España sino en toda Europa al saberse que este hombre era tan especial? ¿Y el respeto de las tropas, no solamente las enemigas sino también las suyas propias y las de sus aliados? Probablemente la poco caritativa pero segura chufla cuartelera sumada a la más cruel de la intriga palaciega habrían ensombrecido el brillo de sus victorias… y eso en el caso de que hubieran sido posibles… a saber. En su momento, José María no puso objeción a que yo utilizara esta información citándole a él como fuente, cosa que hoy hago por segunda vez.

La primera, de pasada, fue precisamente en la presentación de otro libro, en 2018: No sin nosotros. La aportación militar española a la victoria aliada en las campañas de 1811 y 1812 de la Guerra Peninsular, del historiador Arsenio García Fuertes, que es otra muestra más, como la de Sánchez de Toca, de la importante realidad de nuestros ejércitos frente a la sobrevaloración de los de nuestros aliados, en especial los del señor Wellington, en el desarrollo y desenlace de aquella cruenta y larga guerra. En la que Francia y su flamante Revolución no vencieron, para desconsuelo de tanto español que aún lamentan aquella ocasión, para ellos, perdida.

A diferencia del rabo o cola del señor Wellington, del que no sabemos si se conserva en formol en alguna oscura dependencia forense o fue –si es que llegó a ser real– destruido al tiempo de su muerte por si las moscas, el pene de Rasputín resultante de su histórica y atroz emasculación, así como su exagerado tamaño, sí ha recorrido el camino desde la leyenda al tarro de cristal expuesto en el Museo del Erotismo de San Petersburgo. Y, en este caso, recurriré a mi personal cruce con esa peculiar reliquia hace cuarenta y tres años –mes arriba o abajo– para poner algo de luz en lo que hoy se cuenta sobre el mismo y que fácilmente pueden encontrar ustedes si navegan por Internet. En concreto, a la posesión y guarda por María Rasputín de la “reliquia” de su padre.

Cuentan que la citada reliquia perteneció y acompañó a la hija de Grigori Rasputín (1869-1916), María Rasputín, a lo largo de su vida y no es cierto. Matryona Grigórievna Raspútina (1898- 1977) –María Rasputín–, hija mayor de este hombre difícil de definir que ha pasado a la historia como místico, sanador y consejero, además de diablo manipulador para muchos, tenía diecisiete años a la muerte de su padre y desde entonces su vida es una aventura fascinante, aunque siempre más cerca de la ruina y la miseria que de la gloria, que también tuvo. En Europa y después en Estados Unidos, donde se instala definitivamente en 1937, fue bailarina de cabaret, domadora de leones, sirvienta, obrera en fábricas de armamento, y un largo etcétera conformando una peripecia vital más que interesante. Y muy dura.

En 1932 escribió Rasputín, mi padre, que no conozco, y no es hasta 1977, poco antes de su muerte, que aparece Rasputin The Man Behind the Myth, A Personal Memoir by Maria Rasputin and Patte Barham. Estas memorias que escribe María Rasputin de la mano de la legendaria periodista y escritora estadounidense Patte Barham (1917-2016), vieron la luz en España un año después, en 1978, traducida por Antonio Resines y editada por quien esto les escribe en Editorial Campus, con el título Rasputín, el hombre y el mito. Memorias de María Rasputín.

Pues bien, en el Postfacio de Rasputín, el hombre y el mito escrito por Patte Barham ella cuenta una historia de la que reproduciré algunos párrafos por su interés en el asunto que nos ocupa:

«Durante la primavera de 1968, mientras realizaba unas investigaciones para este libro, volé hasta Londres para entrevistarme con algunos emigrados rusos blancos cuyos nombres me habían sido facilitados por María Rasputín … me dieron los nombres de alguna gente con la que podía contactar en París, lugar al que tenía que ir para reunirme con María en casa de su hija Tatiana, que vivía con su familia fuera de la ciudad».

Una vez en París, nos relata Patte Barthan, su presencia es detectada y un tal Georges, que pide ocultar su verdadero nombre, se pone en contacto con ella para llevarla hasta una anciana, su abuela, que quiere reunirse con ella. Una vez reunidos en la alcoba de la anciana, muy enferma, Patte continúa con su relato:

«Georges estaba junto a la cama, hablando en ruso con la vieja dama. Se volvió hacia mí diciendo: —Ella conocía el francés pero se le ha olvidado.
—Por favor, pregúntele qué es lo que tiene que decirme.
Se dirigió a ella y respondió. Tras otro intercambio de palabras, él tradujo: —Ella quiere que usted sepa que el Padre Grigori era un gran hombre, la reencarnación de Cristo –su tono carecía de inflexiones, como si estuviera evitando meticulosamente hacer ningún comentario personal.
—No he recorrido toda esta distancia para oír eso. ¿Hasta qué punto le conoció?
Mientras Georges traducía empezó a salir a la luz una historia extraordinaria. La anciana había sido camarera del Hotel Europa en San Petersburgo. Había atendido a Rasputín multitud de veces en las cenas que había ofrecido en el comedor privado del hotel. Frecuentemente iba al hotel y contrataba una habitación para pasar la noche. Deduje que ella había mantenido relaciones con él, pero al mirar aquel cuerpo enjuto, casi momificado, el sexo parecía algo tan obsceno, que no pedí detalles. También Georges pareció embarazado por esta parte de la historia, pero su abuela no mostraba señal alguna de estar a disgusto. Había poco acerca de las actividades de Rasputín que no hubiera oído ya anteriormente, pero la anciana había conseguido interesarme por sí misma. Los únicos rusos blancos que había conocido habían sido todos grandes duques, princesas y exmillonarios; ella era la primera plebeya que se presentaba como tal. Cuando el recital llegó a su fin pregunté: —¿Por qué abandonó usted Rusia si no era una aristócrata?
Su respuesta me sorprendió: —Temía por su vida –dijo Georges–. Era una conocida discípula de Rasputín. Escapó con algunas santas reliquias de él.
Mis orejas se alzaron como las antenas de una langosta: —¿Qué reliquias? –casi grité.
Georges se acercó al buró y sacó una caja de madera pulida que había bajo la foto de Rasputín. Medía unas dieciséis pulgadas de largo por seis de ancho, con un escudo de plata incrustado en la parte superior. Se la enseñó a la abuela, que asintió débilmente, y me la extendió. Impasiblemente, alzó la tapadera y pude ver algo que parecía un plátano ennegrecido y demasiado maduro, de alrededor de un pie de longitud, descansando sobre terciopelo.
—¿Qué es?
—Mi abuela dice que es el órgano sexual del Santo Padre –dijo sin sonreir.
Al ver mi sorpresa, se apartó, cerrando la caja y volviendo a colocarla sobre el buró. Observé que la anciana se santiguaba mientras hacía esto.
Recuperando el aliento pregunté: –¿Cómo lo obtuvo?
—Uno de los sirvientes de la casa de los Yussupov estaba casado con su hermana. Él lo recuperó después de que mutilaran al Padre Grigori asesinándole después.
Ella era la primera persona que había conocido que hablaba con autoridad acerca de la mutilación. Excitada, la arrollé a preguntas…»

Aquí lo dejo porque creo queda demostrado que la famosa reliquia que se expone en el Museo de San Petersburgo, verdadera o falsa, poco tuvo que ver con María Rasputín, ajena a este asunto al menos hasta 1968. ¿Era genuina la mostrada a Patte por la abuela de Georges en París? ¿Qué pasó con ella después de la muerte de la anciana? Misterios para mí y alimento para una leyenda a la que sin duda le faltan muchos capítulos por escribir.

De lo que no hay duda, volviendo al principio, es de que el mundo sigue hablando del pene del malvado Rasputín y no de la cola vestigial de Wellington o del pene del gran Napoleón, pongamos por caso, bien que este hubiera sido largo como un día sin pan o corto como un suspiro, y menos aún imaginarlo expuesto en el Museo Antropológico de Santa Elena dentro de un frasquito de cristal.