... Esta aparente salida de tono, propia de su buen humor y expresada como un piropo a Pío Xll, como reconocimiento de las complejas y trágicas circunstancias que le tocó vivir, podría ser expresión del cambio de rumbo que supuso la venida de Juan XXIII.
Angelo Giuseppe Roncalli, el futuro san Juan XXIII, nació el 25 de noviembre de 1881 en Sotto il Monte, diócesis y provincia de Bérgamo, y fue el cuarto de los trece hijos que tuvieron Giambattista Roncalli y Mariana Mazzola. Sus padres eran campesinos pobres y en esa pobreza vivió su infancia. Pero, el cura del pueblo, al verlo tan despierto y dado que sus padres no podían alimentar a sus trece hijos, consiguió que fuera a la escuela y al finalizarla, Angelo Giuseppe comunicó a sus padres su deseo de ser sacerdote.
Tenía once años cuando ingresó en el seminario de Bérgamo, donde comenzó a escribir su Diario, que continuó hasta su muerte. Así, dicho diario constituye el mejor documento de la manera de ser y la vida interior de Roncalli. De allí pasó al seminario mayor de San Apollinaire, ya con la determinación, sin duda alguna, de ordenarse sacerdote.
Sin embargo, hubo de abandonar el seminario para hacer el Servicio militar obligatorio, lo que, en un principio, le desagradó sobremanera. No obstante, el Servicio, como le ocurría a la mayoría de los reclutas de su tiempo, le enriqueció anímicamente y se le abrieron nuevos horizontes, al tratar con compañeros muy distintos y procedentes de los más diversos lugares y oficios, al punto que, como consta en su Diario, esta experiencia le suscitó reflexiones y pensamientos tan interesantes como profundos.
Por fin, el 11 de agosto de 1904, al día siguiente de ser ordenado sacerdote, Roncalli celebró su primera Misa en la basílica de San Pedro; y apenas un año después de doctorarse en Teología, monseñor Tedeschi, obispo de Bérgamo, le nombró su secretario. Pero, de muevo, no duraron demasiado los años en los que pudo continuar sus estudios y su formación, por la muerte repentina de Tedeschi, a quien Roncalli quería y admiraba profundamente, y por su necesaria incorporación a filas al estallar la Primera Guerra Mundial, donde adquirió otra formación: la de capellán del hospital de Bérgamo y contemplar el sufrimiento y dolor indiscriminado de hombres heridos y mutilados, mujeres viudas y niños huérfanos al perder a sus padres, a veces, el mismo día.
Finalizada la guerra, Roncalli llevó una intensa vida como diplomático en los más variados sitios y con las más diversas misiones, coronadas con éxito: Turquía, Grecia, París,… Nombrado cardenal, fue patriarca de Venecia, hasta su elección como Sumo Pontífice, el 28 de octubre de 1958, con el nombre de Juan XXIII. (Con motivo del Cisma de Occidente, hubo otro Juan XXIII, que ocupó la silla de Pedro de 1410 a 1415 y que fue depuesto en el Concilio de Constanza, junto con Benedicto XIII y Gregorio XII).
Algo que se notó enseguida y que supuso un principio del cambio que traía el nuevo Papa, se tradujo en que el celo pastoral de Juan XIII, que fue siempre un pastor de almas, atendiendo a todos por igual –cualquiera fuera su procedencia social, riqueza, pobreza, ideología, educación, etcétera–, lo llevó al Vaticano, por lo que desapareció el distanciamiento del papa con la Curia, en menor grado de la Curia con la Iglesia, y de la Iglesia con sus fieles y con el mundo.
El breve pontificado de Juan XIII estuvo cuajado de acontecimientos importantes. Recibió en Roma, por primera vez, al Primado de la Iglesia de Inglaterra, tras casi cuatro siglos y medio de la ruptura que se produjo con Enrique VIII. Recibió en el Vaticano a la hija de Khrouchtchev y a su esposo, a la sazón nada menos que el director de Izwestia, cuando también, desde hacía años, en la Iglesia no existía relación con el comunismo.
Así mismo, Juan XIII escribió varias encíclicas. Las dos más conocidas fueron la Mater et Magistra, a los 70 años de la publicación de la Rerum Novarum, principio de la formulación explícita de la doctrina social de la Iglesia, en la que actualizó la Rerum Novarum y confirmó la responsabilidad extrema de los católicos en el mundo social y económico; y la Pacem in terris, detallando los modos en los que podía conseguirse la paz entre las naciones, ante la crisis de los misiles que puso el mundo al borde de una tercera guerra.
Juan XXIII nombró 23 nuevos cardenales, para adecuar el Sacro Colegio a las necesidades de la Iglesia del siglo XX, y cuando los recibió en Roma –apenas habían pasado tres meses de su elección como Sumo Pontífice–, estalló la bomba: el anuncio de la convocatoria de un Concilio. La conmoción fue enorme, porque, además, el Concilio no iba a condenar ninguna desviación o herejía, debía comunicar el mensaje de siempre de la Iglesia, pero actualizado al tiempo y mentalidad del siglo XX, y debía de estar impregnado del espíritu ecuménico que siempre había demostrado Juan XXIII.
En efecto, «la sesión solemne de apertura, tuvo lugar el 11 de octubre –fiesta de la Maternidad divina de María– de 1962. En su discurso inaugural, Juan XXIII precisó el objetivo fundamental del Concilio: “que el sagrado depósito de la doctrina católica sea custodiado y enseñado de modo más eficaz”; y el Papa resaltó el enfoque positivo que deseaba que la asamblea diera a los problemas, declarando que, si en el pasado otros concilios se opusieron a los errores y los habían condenado, “en nuestros tiempos la Esposa de Cristo prefiere usar la medicina de la misericordia más que de la severidad”. La primera sesión del concilio se clausuró el 8 de diciembre de 1962, sin que hubiera podido aprobarse ninguno de los esquemas presentados». (José Orlandis, El Pontificado Romano en la Historia, Ediciones Palabra, 1996, p.257). Pero el Papa que había convocado el Concilio, no pudo continuar y ver coronada, «la puesta al día de la Iglesia».
Ya en septiembre 1962 se le diagnosticó cáncer de estómago. No quiso dejarse operar, porque no quería que pudiera torcerse el rumbo del Concilio, con lo que estaba firmando su sentencia de muerte, que ocurrió, el 3 de mayo de 1963. Murió con fama de santidad. A Juan XXXIII se le recuerda como «el Papa Bueno» e incluso como «el papa más amado de la historia». Fue beatificado por Juan Pablo II el año 2000 y el 5 de julio de 2013, canonizado por el papa Francisco.
«Pero más que la convocatoria del Concilio, mucho más que sus encíclicas y su intensa tarea pastoral, fue la persona y el comportamiento de Juan XXIII los que dejaron profunda huella en la Iglesia. El Papa, con él, dejaba de ser una figura lejana, casi una imagen a la que había que incensar, para volver a ser un hombre amado por los demás hombres. El pontífice es el obispo de Roma y, como todo buen obispo, sale a conocer sus curas, visita a las cárceles y se sienta junto al lecho de los enfermos». (Jean Mathieu-Rosay, Los Papas, Ed. Rialp, 1990, p. 468).
Cabe concluir afirmando que el breve pontificado de Juan XXIII, que se consideró como de pura transición, ya que subió al Solio Pontificio con 77 años, modificó de manera importante el curso de la historia de la Iglesia, hasta conseguir un aggiornamento, una actualización, acorde con el espíritu de los nuevos tiempos.