Dedicado a don Juan José Parra y Villate, duque de Tarancón
En medio del caos y la corrupción de la vida política en que nos encontramos desde hace tiempo –y no solo en nuestro país, sino en todo Occidente (europeo y americano)– es oportuno que, como sugería Ortega, por un momento pongamos freno a la “alteración” y nos paremos en un cierto “ensimismamiento”. (...)
... Muchos amigos españoles se sorprenden de que, desde que resido gran parte del año en los Estados Unidos, percibo a distancia con cierto optimismo que España no está en crisis. Es decir, España como Nación, como Estado, e incluso la Monarquía (en tanto forma histórica estatal, al margen de las dinastías). A mi juicio lo que verdaderamente está en crisis, y por desgracia muy profunda, es el sistema político, la democracia, que más bien (no me cansaré de repetirlo) es una “partitocracia”.
Por tanto, en una modesta aproximación a la cuestión que plantea el título del artículo, respondo y me repito: España ha sido durante siglos y sigue siendo una Nación y un Estado cuya forma histórica tradicional y predominante –excepto en dos brevísimos casos, muy excepcionales pero trágicamente disfuncionales (1873-74 y 1931-39)– ha sido y sigue siendo la Monarquía.
Algunas de estas afirmaciones, que parecen obvias o de sentido común, las hago pensando en las nuevas generaciones de españoles, la de nuestros hijos y (en el caso de mi amigo Juan o de mi hermana Aurora) la de nuestros nietos. Una motivación poderosa es que, lamentablemente, he perdido gran parte de la confianza en nuestra clase política e intelectual, cuerpo y alma de la infame y asfixiante “partitocracia” que nos anega.
Subrayó Max Weber que el concepto de Nación pertenece a la esfera de lo estimativo, lo emocional que une a un grupo humano frente a otros. Suele ser la tierra donde se nace (de ahí la evidente etimología de Nación), pero el único criterio sólido y duradero es el generado por la Historia. En el caso de España, los historiadores ven esa génesis de la Nación pre-moderna en Hispania, la provincia romana, y su continuación en el reino visigodo. La Nación moderna, como apuntaba Ortega, en gran medida es un producto político del Estado, el “gran trujimán”, cuya formación se inicia durante la Reconquista con la Monarquía astur-leonesa y culmina con la Monarquía Absoluta unificada de los Reyes Católicos.
A las dinastías nativas originarias de Isabel y Fernando (la Asturias-León, la Trastámara) se irán añadiendo y sucediendo otras (la Austria, la Borbón, la brevísima Saboya, y nuevamente la Borbón). Esta última sufrirá a su vez una interrupción de 44 años, entre 1931-1975 (la Segunda República, la Guerra Civil y el Franquismo), con el consiguiente bache de legitimidad. Pero las dinastías son lo adjetivo, mientras lo sustantivo o substancial es la Monarquía española como forma histórica predominante del Estado-Nación. Por ello nunca he entendido a los que se declaraban “juanistas”, “carlistas”, o “juancarlistas” en exclusiva.
Durante la Transición del franquismo a la democracia algunos proclamaban absurdamente: “No soy monárquico pero sí juancarlista”. Ahora muchos socialistas, izquierdistas y progresistas piensan de manera similar: “Soy felipista pero no monárquico”. O como al parecer se rumorea desde el reciente 40º congreso del PSOE: “Felipe sí, de momento. La Monarquía ya veremos…”
Hace casi una década escribí y publiqué un artículo titulado “El fin del juancarlismo” (Libertad Digital, 19-12-2012), anticipándome en dos años a la abdicación de Juan Carlos, tras transitar una patética senda de elefantes con sus múltiples agujeros negros (desde el elefante “blanco” del 23-F de 1981 hasta el elefante “botsuaniano” en 2012).
Antes de 1981 Juan Carlos I pilotó brillantemente la Transición del autoritarismo a la democracia tras la muerte de Franco, reuniendo en su persona las tres legitimidades imprescindibles: la franquista en 1975, la democrática en 1976 mediante el referendum de la Ley para la Reforma Política, y la dinástica en 1977 con la cesión de derechos por parte de su padre D. Juan de Borbón y Battenberg. La Constitución de 1978 representa la culminación del proceso de la Transición en su fase inicial.
La Monarquía española fue restaurada como forma democrática y parlamentaria del Estado y de la Nación. Caso único en el mundo europeo occidental tras el derrumbe de las monarquías e imperios producido por las profundas crisis políticas internacionales que provocaron la primera y segunda guerras mundiales, el ascenso del totalitarismo (comunista, fascista o nazi) y el amplio abanico de regímenes autoritarios.
En el 23-F de 1981 quedó temporalmente interrumpida la Transición española, y con ello la propia Consolidación democrática. Desde tal fecha hemos presenciado el desarrollo progresivo de la “partitocracia” y su concomitante corrupción.
La democracia, degenerada en “partitocracia”, con una deficiente separación de poderes y una cuestionable independencia judicial, son las marcas de la crisis del sistema político español. Con la contribución decisiva de una cultura política anti-liberal, que falsifica nuestra Historia mediante el buenismo de la “corrección política” y la interiorización morbosa de sucesivos capítulos de la Leyenda Negra anti-española.
La única esperanza de una regeneración auténtica reside en la fortaleza de la sociedad civil –la ciudadanía de los españoles de a pie– formada y consolidada en su propia historia: la Nación, el Estado y la Monarquía. Precisamente las entidades históricas que ciertas élites intelectuales y políticas izquierdistas/separatistas –al fin y al cabo una minoría– ponen hoy en cuestión frente a la conciencia y el sentir de la inmensa mayoría de los españoles.