Aurelio Fernández Diz

Gibraltar en el corazón de los españoles

José Manuel Albares Bueno (1972), flamante ministro de Asuntos Exteriores español. (Foto: www.eldiario.es).

EN RELACIÓN CON GIBRALTAR

LA CRÍTICA, 30 JULIO 2021

Aurelio Fernández Diz | Viernes 30 de julio de 2021
(...) Hoy ya tenemos otro nuevo ministro de asuntos exteriores al que habremos de conceder el beneficio de la duda, aunque no podemos tener grandes esperanzas si no nos olvidamos de la persona que lo nombró. Por lo menos es diplomático de carrera motivo por el cual debemos de esperar que sus posibles torpezas no sean tan descaradas como las de su inconsistente antecesora. Aunque sus risueños conciliábulos con su colega inglés nos hacen temer lo peor cuando la norma es ceder siempre ante el más fuerte, aunque no tenga la razón ni el derecho. (...)

GIBRALTAR EN EL CORAZÓN DE LOS ESPAÑOLES

Ya lo dejó escrito Maquiavelo. Cualquier príncipe responsable que desee mantenerse en el poder tiene que ser implacable e intransigente en todo lo que se refiera al más estricto cumplimiento de su propia ley porque, de no hacerlo así, él y su pueblo pronto se verán en la triste necesidad de cumplir la ley impuesta por otros. Hoy, salvando las distancias, los príncipes podrían ser los políticos que gobiernan las naciones. Y, en el caso de los políticos españoles, todo parece indicar que no comprenden o no conocen el pensamiento de Maquiavelo cuando, en Gibraltar, no solo no defienden nuestra propia ley sino que, descaradamente genuflexos, acuden solícitos a facilitar que los colonizadores alcancen sus objetivos absolutamente al margen del Tratado que justifica su presencia en la zona.

La situación del contencioso de Gibraltar es de una gravedad suprema. Parece ser que el alcalde de la Línea, en el colmo de cualquier osadía, pretende hacer un referéndum para que su pueblo pueda ser reconocido como ciudad o comunidad autónoma para, en teoría, poder desvincular su economía de la de Gibraltar. O para todo lo contrario, según el doble lenguaje con el que demasiados políticos nos tienen acostumbrados. Y, como la voluntad de los lugareños de uno y otro lado de la verja es lo que impera, estaremos en el preámbulo de un muy probable aumento del territorio de Gibraltar ante nuestros propios ojos.

Algo inconcebible aunque el pueblo español esté comprobando, desde hace bastante tiempo, con no poca desolación, que en Gibraltar sus torpes políticos no solo no aciertan en conseguir que los invasores respeten nuestro derecho y cumplan lo acordado, sino que, muy al contrario, claudican una y otra vez, incapaces e impotentes, ante la imposición del derecho y la ley de un poder extranjero. Nuestros desorientados príncipes, imitando a los clásicos tres monitos ni ven, ni oyen, ni hablan, sin llegar siquiera ser conscientes de la estrecha relación que existe entre sus clamorosas omisiones y las ventajas políticas de todo tipo que con ello entregan gratuitamente a los colonizadores. Caminan así alegres y confiados, cual incautos cervatillos, por la peligrosa senda de una situación internacional inmisericorde con el débil o el desorientado.

Por otro lado, es tal la prepotencia de la que hacen gala nuestros supuestos aliados, en todo lo que a Gibraltar se refiere, que es muy difícil pensar que nosotros los españoles, en su lugar, pudiésemos hacer lo mismo que ellos hacen aprovechándose, una y otra vez, de la laxitud de la mayoría de nuestros sucesivos gobiernos. Por tanto, y mientras la situación no cambie, solo nos cabe vivir desde hoy en la más absoluta frustración por la desidia, inanidad y abandono que demuestran nuestros actuales gobernantes ante una humillación que va camino de ser permanente.

No sabemos qué se estudia en nuestra escuela diplomática pero el resultado, al menos hasta ahora, son ministros de asuntos exteriores, y embajadores, sin duda bien preparados, pero de talante demasiado alejado de lo que se necesitaría para hacer frente con la debida eficacia al grave contencioso de Gibraltar que tenemos planteado.

La parte más importante de este contencioso es de nuestra exclusiva responsabilidad porque le reservamos a la parte contraria la simple administración del maná de posibilidades que se le ofrecen de modo absolutamente gratuito e injustificado. Cuanto más nos alejamos de la defensa de lo que es nuestro, más posibilidades encuentran los colonizadores para reafirmar o defender sus actuales posiciones o para encontrar incluso nuevos objetivos con los que satisfacer su ambición descontrolada o su añoranza de un poder imperial ya periclitado pero que ven posible alcanzar ante nosotros con la sola exhibición de sus grandes portaviones, o de su fuerza submarina, la misma que históricamente denigraron cuando no disponían de ella. Esta es la dura realidad.

Hubo ministros de exteriores para todos los gustos. Dejando aparte a Jose María Castiella, de grato recuerdo, casi todos los demás fueron maestros del dejar hacer. Quimeras como pensar juntos, soberanía compartida y continuos abandonos de nuestra intrínseca rebeldía ante la injusticia, nos fueron conduciendo a la situación actual en la que no cabe casi ninguna esperanza.

El ministro Margallo fue uno de los últimos ministros que quiso hacer algo, pero bajo la autoridad de su intrépido presidente poco pudo lograr aparte de dejar constancia de su buena voluntad. Después vino Dastis que abandonó absolutamente la política de su antecesor, sin que sepamos los verdaderos motivos, aunque podemos imaginarlos, para entrar en el mundo de las ideas geniales y las renuncias inconfesables que hoy son lo habitual en la política exterior española, al menos en lo que a Gibraltar se refiere. La ministra Laya, seguramente siguiendo instrucciones de su presidente, ha colmado las expectativas de los colaboracionistas sobrecogedores que siempre desean y propugnan que todo vaya a peor para mejor asegurar su rentable negocio, aunque sea mediante la continua humillación de la Patria a la que se deben.

Nadie puede negar que sea esta situación la propicia y la mantiene el gobierno inglés porque solo a él beneficia. Sus representantes en la colonia, dueños del floreciente gran bazar en el que se ha convertido nuestro Peñón, unidos a los lucrativos despachos de abogados, defensores de todo tipo de tropelías en contra de los intereses españoles, se arrogan con inusitada audacia los derechos de ser los legítimos propietarios de un territorio que nunca fue suyo, como pretende justificar la hipócrita falacia de la diplomacia inglesa. Hoy ya tenemos otro nuevo ministro de asuntos exteriores al que habremos de conceder el beneficio de la duda, aunque no podemos tener grandes esperanzas si no nos olvidamos de la persona que lo nombró. Por lo menos es diplomático de carrera motivo por el cual debemos de esperar que sus posibles torpezas no sean tan descaradas como las de su inconsistente antecesora. Aunque sus risueños conciliábulos con su colega inglés nos hacen temer lo peor cuando la norma es ceder siempre ante el más fuerte, aunque no tenga la razón ni el derecho.

Porque la realidad en la que nos encontramos actualmente, entregados a defender incomprensiblemente los intereses del contrario, viene de lejos desde que políticos irresponsables y con demostrados pocos conocimientos históricos, negaron el propio ser y existir de la España que gobernaban, madre incomparable de enteros continentes. España de ningún modo es un concepto que pueda ser “discutido y discutible” después de más de 500 años de una historia que para sí quisieran cualquiera de las naciones consideradas hoy más adelantadas. Lo que sí puede ser discutido y discutible, y condenable, es la nefasta y destructiva forma de pensar y actuar, de un personaje bien pagado por estar al servicio de los que no debiera.

Todo indica que esta contagiosa y nefasta forma de pensar se ha instalado en la actual política española con resultados absolutamente destructivos. Con estas capacidades, con estos haberes intelectuales es normal y consecuente que nuestro actual gobierno no sea tenido en cuenta por nadie en el campo internacional, capaz de alinearse con oscuras dictaduras y, en el caso de Gibraltar, con aquellos que nos humillan a diario provocando un constante y grave daño a nuestra integridad territorial, a nuestra seguridad y nuestra economía parasitada de forma escandalosa.

Un destacado investigador, William Chislett, que dice amar a España en la que reside habitualmente, ha dejado escrito en un trabajo publicado hace ya algún tiempo por el Real Instituto Elcano, del que es asociado, que, para él, el problema de Gibraltar no tiene solución. Y, por lo que estamos comprobando, es muy posible que así sea y Chislett tenga razón. Porque la solución del problema será imposible gracias a las hasta ahora inéditas y geniales actuaciones de un gobierno que es más capaz de estar más al lado de los planteamientos de los colonizadores y de los dueños del bazar, que de los intereses de los españoles a los que se debe. Y hasta de los derechos y legalidad de la propia Unión Europea en la que yo, querido Enrique, estoy empezando a poner mis ya pocas y menguadas esperanzas. Porque todo parece indicar que nuestro predestinado destino será tener que soportar y aceptar todo tipo de humillantes afrentas mientras los ingleses, y sus representantes gibraltareños, de piel muy fina, consideran absolutamente inaceptable que sean agentes policiales o aduaneros españoles los encargados de vigilar las normas que habrán de regular la nueva frontera de la Unión Europea. O sea, la ley del embudo siempre presente.

En el día de Santiago Apóstol, patrón de España, SM el Rey, que Dios guarde muchos años, acaba de invocar ante el apóstol su ayuda y protección para que España se mantenga unida. Invocación que hacemos especialmente nuestra la mayoría de los españoles en estos momentos de gran preocupación. Porque para defender la integridad de España como se debe y corresponde, hay que creer en ella y amarla incondicionalmente.

En el lugar de San Isidro (Pontevedra), 28 de julio de 2021.
Aurelio Fernández Diz, CN (R)