Carlos Cañeque

Algunas reflexiones sobre el odio

(Ilustración: infobae.com / Rodrigo Acevedo Musto)

LA CRÍTICA, 14 JULIO 2021

Carlos cañeque | Miércoles 14 de julio de 2021
El odio es uno de los peores sentimientos que el ser humano puede experimentar. Es una energía negativa que se va cargando con el roce y con el tiempo. El que odia puede llegar al extremo de desear la enfermedad, el sufrimiento y la muerte del odiado. El reciente y repugnante linchamiento en Galicia de Samuel, el joven homosexual asesinado a patadas, es un claro ejemplo de odio grupal y prejuicioso. No es fácil definir los espacios del odio. A veces se puede confundir con otros sentimientos negativos como los celos o la envidia. (...)

... ¿Odian a sus mujeres los miles de tarados que cada día las matan en todo el mundo? ¿Es el odio el sentimiento que predomina entre las pasiones de Otelo o Medea? ¿Y en el tipejo que hace unas semanas zarpó en Tenerife con sus dos hijas pequeñas para (todavía presuntamente) no volver? Creo que en estos casos aparecen otras pulsiones o elementos mezclados o fusionados con el odio, como pueden ser el sentimiento de posesión, el orgullo mal entendido, el amor propio, la vehemencia extrema, los celos, la inseguridad, el miedo, la paranoia o la locura. Con mucha frecuencia, el consumo de alcohol o drogas potencia decisivamente estas pulsiones hacia el odio y la violencia.

También existen odios muy intensos que, por suerte, no terminan en violencia. Matrimonios que se han odiado toda la vida y que guardan las apariencias detrás de máscaras y convenios tácitos, compañeros de trabajo que se desearían el peor de los males, jefes, jefas, jerarquías, roces. En el campo de la psicología se ha planteado quién experimenta más sufrimiento, el odiador o el odiado. Quien odia puede sentir placer al enterarse de la enfermedad irreversible de su odiado marido o padre o jefe. Es su venganza, su victoria después de mucho tiempo soportando en silencio, su maquiavélica y oscura crueldad.

Hay muchos tipos de odio, pero la distancia entre el que odia y el odiado define al menos dos: el que surge en relaciones próximas (familia, trabajo, amigos que han dejado de serlo) y el que se nutre del prejuicio social (grupo étnico, religioso, identitario, gregario, etc). El primero es más visceral y dramático; el segundo tiende a ser abstracto, anónimo y cultural. El odio supera en mucho la intensidad de la mera antipatía y requiere un cierto grado de información del odiado: nadie puede odiar a alguien que no conoce a no ser que sea asistido por un prejuicio colectivo. Hay odios que se proyectan contra elementos impersonales como pueden ser las religiones o las ideologías. Nuestra Guerra Civil o el nazismo son dramáticos ejemplos de odio desbocado, generalizado y maniqueo. El odio es un lenguaje, un mecanismo que fagocita y destruye, una peligrosa pasión.

A menudo se describe el odio como lo contrario del amor o el afecto, y tiende a considerarse incompatible con lo racional al apartar cualquier posibilidad de diálogo o construcción positiva. Freud definió el odio como un estado del “yo” que “desea” destruir la fuente de su infelicidad. Para el creador del psicoanálisis el odio es indisociable del miedo, ya que comparten la misma raíz. Freud puntualiza también que en el principio de la historia, el odio es anterior al amor.

Al ser un sentimiento que en la mayoría de los casos es de profunda y larga duración, la psicología actual tiende a ver el odio más como una actitud o disposición que como un estado emocional temporal. Cuando el odio es grupal puede mostrarse con actitudes ya codificadas en la tradición, como pueden ser las supremacistas, antisemitas, extremistas y hasta terroristas.

Los grupos de odio se han multiplicado desde la aparición de Internet. Ya en 1996 comenzaron a aparecer iniciativas (como la del Centro Simon Wiesenthal de Los Ángeles) para pedir a los proveedores de acceso a Internet que adoptaran un código ético que evitara que los extremistas publicaran sus ideas. Pero estas iniciativas no han podido impedir que Internet siga hoy siendo el principal canal para expandir los mensajes de los grupos de odio entre la población mundial. Podemos pensar en la estructura organizativa de los grupos de odio. Creado poco después de la guerra de Secesión, el Ku Klux Klan es un grupo de odio con larga tradición en los Estados Unidos. Llegó a tener cinco millones de miembros, pero hoy la afiliación de este grupo se ha reducido a unos pocos miles. Los folletos, las manifestaciones y las pancartas del KKK y otros grupos de odio han sido sustituidos por los mensajes en Internet. Ya no hacen falta estructuras físicas importantes ni oficinas porque el activismo físico es mucho menos eficaz que los tuits.

Con Internet, las estructuras de los grupos de odio devienen centrífugas y expansivas. La propaganda se hace sola gracias a los usuarios, una red que se retroalimenta y crece exponencialmente. Internet también ha facilitado mucho la propagación de movimientos como el nacionalismo y el populismo, en los que suele haber una carga latente o explícita de odio. En el ámbito de la filosofía política se ha discutido mucho si el nacionalismo, por incipiente que sea, contiene ya la semilla del odio al separar de forma tan clara un “ellos” (enemigos) y un “nosotros” (los buenos), y al concebir la política desde ese único ángulo siempre irracional, identitario y reduccionista.

Tal vez el mito de Caín y Abel sea una de las primeras expresiones del odio que podamos encontrar en la tradición occidental. Como señaló Rafael Sánchez Ferlosio en La señal de Caín, Dios condena a Caín a no poder ser matado por nadie, ya que su muerte podría significar una suerte de redención. Por ello le marca con una señal imborrable que le estigmatizará hasta el final de sus días. Frente al arrepentimiento y la confesión del catolicismo, en el cainismo no hay posible expiación de la culpa al no ser resarcible mediante el arrepentimiento o el perdón. En su novela Abel Sánchez (1917) Unamuno escribe una reinterpretación de este mito bíblico haciendo hincapié en la función de la envidia como detonante del odio que caracteriza la cultura española. Unamuno nos dice en el prólogo a la segunda edición que la envidia es nuestra lepra nacional: “la envidia española, la castiza, la que agrió las gracias de Quevedo y las de Larra, ha llegado a constituir una especie de partidillo político, aunque, como todo lo vergonzante e hipócrita, desmedrado”.

El filósofo Empédocles postuló que el amor y el odio crean y destruyen todas las fuerzas del universo sin un plan preconcebido. Thomas Hobbes señaló que las violentas pasiones humanas como la envidia, el odio o la avaricia solo se pueden reducir mediante un estado absoluto y terrorífico (Leviatán) que castigue severamente a los infractores. El pesimismo antropológico hobbesiano distingue las “pasiones naturales” del humano (único animal que agrede en masa a su propia especie, guerra de todos contra todos) del “estado artificial” que Hobbes propone como única solución a la violencia generalizada que le tocó vivir en el siglo XVII. Su Leviatán (1651) quiere ser un texto científico que pruebe que la naturaleza humana está gobernada por sentimientos como el miedo y el odio. El estado Leviatán es un artefacto protector contra la naturaleza destructiva del ser humano. Acaso Bertrand Russell también manifiesta cierto pesimismo antropológico cuando dice: “Pocas personas consiguen ser felices sin odiar a otra persona, nación o credo”; y en capítulo XVII de El príncipe, Maquiavelo, ese luciferino inventor de la Ciencia Política que nunca se planteó criterios éticos, afirma que un gobernante debe ser más temido que amado, pero sin llegar nunca a ser odiado: “Bástele para no ser odiado respetar las propiedades de sus súbditos y el honor de sus mujeres”. Lucifer, el lúcido por excelencia…

Carlos Cañeque es profesor de Ciencia Política en la UAB, escritor y director de cine.