Una de las personas que más ha influido en la Historia en general y en la Historia de la Iglesia en particular, ha sido al que desde niño le llamaron Felipín el Bueno, Pippo Buono.
El futuro san Felipe, nació en Florencia el 21 de julio de 1515, esto es, en el siglo de la reforma protestante y de tantos otros hechos, que hizo que el Papa Adriano VI lo describiera: “Todos sabemos bien que el mal se ha extendido de la cabeza a los pies, del Papa a los prelados… Todo está viciado”. (...)
... La madre de Felipe murió cuando él era niño, pero su madrastra le quiso y le educó como si fuera su hijo. Con 17 años le enviaron con su tío, un rico comerciante, para que aprendiera el oficio. Lo cierto era que Felipe no servía demasiado como comerciante por su inagotable generosidad. Sin embargo, su tío decidió dejarle como heredero universal de su negocio, por su simpatía y cariño.
No obstante, al cumplir 21 años, dejándolo todo, se fue a Roma para vivir como un ermitaño laico. Allí vivió, durante 14 años, como un pobre de solemnidad, dedicado a la oración y el ayuno, que podía paliar por la ayuda que le prestó su amigo Galeotto Caccia. Tras terminar sus estudios de filosofía y teología, se dedicó con todas sus fuerzas al apostolado y era tal su alegría desbordante, su optimismo, su simpatía, su sentido del humor, su trato jovial pero comprensivo, sobre todo, con los más necesitados, pobres, enfermos, presos, niños y jóvenes sin educación, que todos se sentía atraídos por Felipe y después, por su bondad y vida interior que les llevaba a acercarse más a Dios y a vivir como él, por lo que no necesitaba repetir, ya que su vida era la mejor demostración, el mejor testimonio de que hay más alegría, pero mucha más alegría, en la virtud que en el pecado.
Con 36 años se ordenó sacerdote, a pesar de que no se consideraba digno de serlo, y tuvo que sufrir el dolor y la humillación de que Pablo IV, mal informado, le retirara el permiso de confesar, e incluso “le impidieron celebrar la Misa porque se habían enterado de que animaba a los sacerdotes a celebrar diariamente la Eucaristía, y a los fieles a que comulgasen con frecuencia. Bonsignore Cassiaguerra, que acababa de ser elegido superior de la casa, lo ayudó porque compartía sus ideas; luego se les añadió Tarugi, senador romano que llegó a ser arzobispo de Avignon, y Baronio (el futuro historiador y cardenal). Con estos apoyos, el apostolado cobra intensidad: interminables horas de confesionario, incremento de las visitas a enfermos en hospitales, y atención a la afluencia de discípulos, que se reúnen en una especie de desván habilitado para rezos, cánticos e instrucción religiosa.” (Francisco Pérez González, Dos mil Años de Santos, Tomo I, Ediciones PALABRA, 2001, p.620).
Parece demostrado históricamente que cuando llevaban al cadalso, a la hoguera, al intelectual dominico Paleólogo, hereje convicto y confeso, Felipe se abrió paso entre la multitud y le habló con tanto amor y convicción, que Paleólogo se convirtió y murió, sin un grito, alabando a Dios.
La fundación más importante de Felipe fue el Oratorio, aprobada por el papa en 1575, con el nombre de Congregación del Oratorio de sacerdotes y clérigos, que se regirían por los sencillísimos estatutos redactados por el propio Felipe y así mismo, la relación entre las diversas casas del Oratorio era tan original como espiritual.
Enfermó gravemente y murió el 26 de mayo de 1595. Se trasladó su cuerpo, unos años después a la capilla que había construido Nero de Neri y se le canonizó en la misma ceremonia que a los españoles Isidro, Ignacio de Loyola, Francisco Javier y Teresa de Jesús.
Con motivo de esta coincidencia el biógrafo antes citado comenta con simpatía: “Me cae especialmente simpático este hombre enamorado de Dios que supo ir contracorriente en tiempos muy difíciles, que se puso el mundo por montera, que vivió la caridad de modo eminente, que descubrió el camino a tantos con su alegría y buen humor, y que se preocupó por los sacerdotes. Sí, me gusta que haya sido canonizado con tanta gente española; es un buen contacto, y quizá una premonición, un presagio. Ya veremos.” (Francisco Pérez González, DOS MIL AÑOS DE SANTOS, Ediciones PALABRA, 2001, p.622).
No cabe terminar un artículo sobre San Felipe Neri, sin hacer referencia a las Actas de su proceso de canonización, que constituyen un texto inapreciable para los estudiosos, incluso desde el punto de vista literario. Dado que el proceso se inició poco después de su muerte, aún vivían multitud de testigos que conocían a Felipe, por lo que en dichas Actas se encuentran deposiciones de testimonios de un lenguaje culto y refinado, junto a otras llenas de vulgarismos y frases incorrectas o incompletas. Un hagiógrafo que ha estudiado esas Actas, Lamberto de Echevarría, ha podido sintetizar, desde ellas, la manera de ser, la espiritualidad y la impagable aportación de nuestro santo para unir las ideas que dividían a la sociedad de su tiempo: “Aparece así, el que con razón ha sido llamado ‘el más italiano de los santos’ retratado por toda clase de gentes, tal y como verdaderamente fue y como le vieron sus contemporáneos. Con sus extravagancias y sus aspectos admirablemente humanos, con su celo por las almas y su alegría desbordante, con su preocupación por los pobres y los más desamparados. Y de todo esto nos hablan gentileshombres y cortesanos, curiales y modestísimos artesanos, soldados y estudiantes, dependientes de comercio y empleados de todo tipo. Es más: concurren al proceso no pocos artistas, músicos, pintores, con quienes tanto trató y algunos médicos. No faltan tampoco las mujeres, desde las pertenecientes a la nobleza romana hasta las de las clases más humildes, pasando por religiosas claustradas. Las jerarquías eclesiásticas, desde los cardenales hasta los más sencillos sacerdotes, de oscuras iglesias de Roma, y religiosos pertenecientes a diversas Órdenes. Es un cuadro animadísimo que nos muestra la acción espiritual de aquel “gran hombre” que fue san Felipe, según reiteradamente le llaman los testigos. No hay duda de que él fue uno de los elementos que más contribuyeron para resolver la crisis de civilización por la que atravesó la Humanidad en el siglo XV. El desconsiderado humanismo que este siglo había entronizado a sus comienzos resultó barrido ante el huracán de la herejía protestante y la violenta reacción que provocó. Pero, superando la exasperación que algunas veces pudo llegar a revestir esta reacción, la segunda generación de la reforma católica restableció el equilibrio entre el espíritu religioso y un nuevo humanismo, entre la ortodoxia y las nuevas exigencias de la naturaleza y del hombre. El proceso demuestra cómo San Felipe comentó y efectuó prácticamente esta obra de mediación y reconciliación, de la cual se originan, en último término, la moderna espiritualidad y la civilización cristiana.” (Lamberto de Echeverría, AÑO CRISTIANO, tomo II, BIBLIOTECA DE AUTORES CRISTIANOS, 1959, p.487).
Afirma Santo Tomás de Aquino que la alegría es una virtud no distinta del amor, en el sentido de que la alegría es un efecto necesario del amor (II-II, q.28, a.4). En efecto el de san Felipe Neri es un caso paradigmático de cómo la alegría de un hombre fue capaz de transformar una sociedad.
Pilar Riestra