... Ahora cualquiera puede abrir un Blog y contar sus historias, o un canal de Youtube para hacerlo en Technicolor. Y los corrillos que no reunían a gente de más allá del barrio al atardecer, ahora son grupos de WhatsApp y llegan allende los mares a todas las horas de todos los días.
En otras palabras, ahora cualquiera puede difundir sus ideas urbi et orbe, al instante y con un coste ridículo. Desde el otro punto de vista, el del receptor, ahora podemos acceder a las ideas de mucha más gente, no sólo a las ideas de los más inspirados, no sólo a las ideas de los más respetados pensadores, sino a las de cualquiera, incluso entendiendo ese cualquiera en un sentido peyorativo.
Y hay muchos cualquieras. Y alguno es de Categoría.
Y así es como esa gente superficial, esa gente que no tendría porvenir en los entornos en que reina el sentido crítico, no sólo llegan a todas partes, sino que llegan con éxito.
Un tal Antonio Fraguas Saavedra publicó las Memorias de un Ford T en 1963. Era un libro que dejaba un poso un tanto nostálgico, pero con unos toques de humor que, con el tiempo, desarrolló su hijo, el glorioso Antonio Fraguas de Pablo, el Forges. El libro del padre lo leímos unos cuantos, y ahí quedó la cosa para él. El hijo, que más o menos por aquellos años estudiaba ingeniería de telecomunicaciones (por suerte lo dejó en 2º curso, ¿Cómo me habría ido a mí si la hubiese dejado también?), y trabajaba en la Televisión Española dirigida en algún buen momento por un tal Adolfo Suarez (en sus chistes, el Forges nunca ridiculizó a TVE…, por algo sería), en 1964, publicó su primer chiste y terminó haciéndose archipopular dibujando historias de unas decenas de palabras, con un humor no muy diferente del de su padre y del que imperaba en la Escuela de Ingenieros de Telecomunicaciones, donde era un ídolo. Siempre se rumoreó que el hijo dibujaba y el padre, además de los importantes cargos que ocupó, ponía la letra de las viñetas y, a su muerte, en 1983, cambió (a peor) la calidad de los textos en los bruscamente empobrecidos chistes del Forges; al menos, es más que probable que el padre inspirase el humor y el estilo del hijo, como mínimo por la vía de la educación que le dio y finalmente enriquecido por el humor ya plenamente friki de la escuela de telecomunicaciones.
Pero, en conclusión, el padre, pese a su poderío social y económico de alto cargo industrial y político, vio publicadas sus ideas en apenas media docena de libros; su hijo, en cambio, en millones de copias, en libros, en antologías, en revistas y periódicos.
Para centrar la idea desde el otro punto de vista, enfoquemos ahora la situación desde el de los lectores.
Lectores, leer… ¿para qué leer? Las contestaciones a esa pregunta pueden ser aproximadamente infinitas, pero permítaseme una simplificación acorde con la extensión de este artículo: para enriquecer nuestra mente, aprovechando las experiencias, los sentimientos y las ideas de otros.
En aquel mundo de Antonio Fraguas I, el esfuerzo para hacer llegar unas páginas impresas a mucha gente, gente desconocida a priori, era un gran esfuerzo, y sólo algunas de las mejores ideas merecían tanto la pena como para que editores, libreros y críticos empujaran a la gente a leerla.
En el mundo de Antonio Fraguas II, gracias a la prensa, sobre todo, y a la televisión, sus chistes en diarios como Pueblo, Informaciones, Diez Minutos, Hermano Lobo o, más adelante, de Diario 16, El Mundo y El País… llegaron a millones de españoles. Atención: de españoles… llegó a muy poca gente más allá de nuestras fronteras.
Hoy, cualquiera puede publicar cualquier cosa y, si se mueve bien por las redes, su idea puede dar la vuelta al mundo en un momento. Y el precio de un libro sigue siendo muy superior al de un periódico, e infinitamente superior al precio de un meme o un tuit.
Por eso, muchísima gente pasta en los fértiles campos de Internet (yo incluido, por supuesto), donde puede encontrar ideas buenas, malas, y peores. La mayoría de las buenas y las muy buenas ya eran accesibles desde mucho antes, en textos de calidad, en bibliotecas, etc.; lo que, en este sentido, ha aportado Internet, además de la velocidad de acceso, es que ahora también nos llegan todas las demás, entre ellas las no tan buenas y las absolutamente aborrecibles.
Lo que no se encuentra en Internet es el tiempo necesario, imprescindible, para rumiar ideas complejas, de las que necesitan cientos de páginas para desarrollarse. Y, además, la propia Red nos quita aún más tiempo: el que tenemos que gastar en filtrar informaciones en bruto (nunca mejor aplicado el calificativo bruto) para intentar destilar de allí la parte aprovechable.
Por el camino, demasiadas personas se pierden en el pantano de la superficialidad, y se conforman con acceder a cualquier cosa que parezca alimentarles su natural ansiedad de experiencias e ideas, por superficiales que sean. Aunque sólo sean sucedáneos de experiencias e ideas.
De ahí que se compartan experiencias tan primarias como el desempaquetar un teléfono móvil (teclea unboxing en el buscador y verás), hacer pan, ver aterrizar un avión en apuros, o el creciente mercado de quienes graban partidas de videojuegos para después compartirlas. Es como si en el bar del pueblo alguien grabase una partida de mus, de truque o de dominó para que miles de personas la pudiesen ver una y otra vez por todo el mundo… pero es que, en Internet, resulta que eso tiene sentido, aunque a la luz de nuestras experiencias, en el mundo real físico nos parezca algo inconcebiblemente ridículo.
Pero es que incluso una partida de mus, vista desde Japón con unos ojos rasgados, por ejemplo, aporta experiencias y conocimientos exóticos imposibles de adquirir por otros medios… y a un coste de 0 ¥.
Sigue siendo lo de siempre: compartir ideas y experiencias, por un lado, y enriquecerse con las ideas y experiencias de otros, por el otro lado. Es el intento de trascender, por el lado de los autores, y, por el de los consumidores de sus obras, el intento de vivir dos vidas a la vez, la nuestra y la del otro. Es el intento de acceder a sentimientos que, en el curso de nuestra vida más o menos vulgar, difícilmente llegarían a estar a nuestro alcance.
Es (creer) saber cómo se siente James Bond al cargarse al malo, es (creer) sentirse Lady Gaga al maquillarse, es (creer) sentirse alguna de las Kardashian al salir de compras sin límite de presupuesto, o acercarse a imaginar cómo se siente el afortunado comprador del último modelo de Apple al desembalar su anhelado capricho. Son emociones superficiales, nimias… pero accesibles para cualquiera, que no todo el mundo tiene la paciencia de leer decenas de páginas de Marcel Proust (Por el camino de Swann) para sentir las emociones que a él le despertaba mojar una magdalena en té.
Y en la política pasa exactamente lo mismo. Hace unos días una vicepresidente del gobierno le corregía a otro vicepresidente explicándole que los Presupuestos no caben en un tuit. No sé si le convenció (dimitió a los pocos días), pero a mí me parece evidente que un programa político no cabe en un tuit, aunque Twitter haya ampliado su longitud de 140 a 280 letras… a no ser que sea algo muy muy primario, que sea algo meramente superficial. Desgraciadamente, un tuit proporciona un texto en formato y longitud adecuados para un titular, y así terminan muchos, como titulares de artículos por lo demás vacíos de otro contenido, sin mayores aportaciones ni críticas, ni por parte del periodista, ni por parte del lector.
Para apreciar La Diferencia entre la cultura de lo inmediato y superficial, frente a la de la trascendencia y la profundidad, volvamos al gran Forges, para el que lo que sigue es, en su opinión, lo que habría escrito don Miguel de Cervantes y Saavedra hoy en día, si hubiese sido un aficionado al Twitter:
Un tío loco y su amigo paleto salen de marcha; no ligan; apaléanlos; la lían parda y cuando al tío le vuelve la olla, la palma… pero aún vive.
¿Verdad que no es lo mismo que leer El Quijote? No genera la misma cantidad ni calidad de emociones y experiencias intelectuales. La cantidad de regocijo que genera, la cantidad de horas de disfrute intelectual son abismalmente menores.
Pero esto sí que lo puede leer Don Cualquiera.