Carlos Cañeque

Del cine clásico a las series

Ilustración: https://palomitasfreak.es/tech/el-streaming-y-el-futuro-del-cine/

LA CRÍTICA, 1 ABRIL 2021

Carlos cañeque | Jueves 01 de abril de 2021
No deja de sorprenderme la velocidad con la que las grandes plataformas como Netflix han conseguido crear el fenómeno global y predominante del “serie-adicto”. Sobre todo en los últimos cinco años (la pandemia ha ayudado mucho en el último) han logrado incorporar en la vida de grandes sectores de la población mundial una forma de ocio hogareño del que muchos no pueden prescindir. (...)

... Como tiene una continuidad folletinesca, una serie se convierte para muchos usuarios en una segunda vida paralela. Algunos estudios en el ámbito de la psicología han mostrado que hay muchas personas, sobre todo jóvenes, que tienen problemas cuando se termina el enésimo capítulo de la enésima temporada de su enésima serie preferida. Sienten entonces una ansiedad por seguir consumiendo esa droga, se encuentran desazonados, inquietos y, compulsivamente, comienzan a ver otras series que les recomiendan sus amigos y que no siempre sustituyen a la anterior. Un joven en Kansas mató a un vecino porque siempre le adelantaba acontecimientos de una serie a los que él no había llegado todavía…

Creo que estas grandes plataformas de series televisivas han eclipsado el buen cine. No solo el de las salas, sino el de la historia del cine. Hablo con muchos jóvenes que me dicen que nunca ven películas en blanco y negro. Las descartan, entre otras razones porque en las grandes plataformas apenas hay. Yo situaría al menos una tercera parte del mejor cine hecho hasta ahora en ese formato. Todos ellos conocen a Tarantino, pero solo algunos han oído hablar de cualquiera de los grandes directores que han existido. Siempre les recomiendo Filmin, la modesta plataforma española donde sí hay muchos clásicos y un gran número de buenas películas independientes. Pero mi éxito es casi nulo. Me ven como se ve a un viejecito que cuenta sus batallas y que no se ha adaptado a las nuevas epopeyas cargadas de efectos especiales y estereofónicos ruidos ensordecedores. Hagan la prueba con los jóvenes. Es impresionante su desconocimiento de la historia del cine. En el campo de la literatura, el fenómeno es todavía más acusado ya que la inmensa mayoría de los jóvenes han dejado de leer libros. “El Paréntesis de Gutenberg” es una teoría de Thomas Pettitt de 2011 que postula que, en realidad, el periodo de la imprenta es un paréntesis entre la primera oralidad “pre-imprenta” y la segunda oralidad visual de Internet. De esa desconexión con la lectura también creo que son en gran medida culpables, junto con los videojuegos, las teleseries: el tiempo de ocio es limitado y un enganche fuerte puede llevar a muchos a situarse frente a la pantalla ocho horas diarias durante una semana entera de vacaciones.

Frente a este horizonte desolador, los sistemas educativos deberían tomarse muy en serio la creación de nuevas asignaturas que no solo introdujeran a los niños y adolescentes en las grandes películas del pasado, sino que también les enseñaran a escribir guiones, a filmar con sus propios teléfonos móviles en base a principios artísticos y a montar películas con los infinitos y accesibles programas digitales que ya existen. Si el lenguaje audiovisual está ganando la batalla al escrito, si existen nuevos fenómenos y personajes como los youtubers millonarios, ¿no tiene todo el sentido del mundo que se enseñe a los niños ese lenguaje desde sus inicios históricos hasta la propia experiencia de “hacer su propio cine”?

Quiero remarcar que lo que expongo aquí sobre las series es mi opinión en base a limitadas experiencias, y que me guío más por la intuición y, probablemente, hasta por mis prejuicios. Pero todas las que he conocido me parecen artísticamente muy flojas. Incluso las que se suelen considerar mejores como Breaking Bad, Los Soprano o The wire me terminan pareciendo el estiramiento de una idea que hace progresivamente maniqueos o predecibles a los personajes. La reiteración facilita el reconocimiento de las situaciones (esa vida paralela, esa ilusión de convivencia con ellos) y opera como una suerte de opiáceo que no falla. En los últimos meses hemos asistido a la aparición de algunas series documentales que amplían la industria con sesgados y morbosos testimonios personales propios de la prensa del corazón más amarilla, como el que se limita a la visión de Mia Farrow sobre su litigio con Woody Allen, el de la concejala Nevenka o el de Rocío Carrasco, este último seguido por una increíble audiencia en España que ha superado los cuatro millones de personas. Imaginen los réditos solo en publicidad. Imaginen los nuevos casos que se buscarán debajo de las piedras para seguir con este género tan lucrativo del reality show serializado.

El cine es hijo de la ópera (el intento de arte total que incluía la música, la narración, la poesía, la plástica, etc) y nieto del teatro clásico. ¿Pero en base a qué criterios podemos valorar la excelencia cinematográfica? ¿Qué nos hace pensar que algunas películas resisten el paso del tiempo hasta convertirse en clásicos? ¿En qué medida podemos considerar el cine una expresión artística a pesar de que su autoría siempre es colectiva y por lo tanto difusa? Al igual que en la literatura, en el cine podemos priorizar criterios estéticos. Borges creía que la Comedia de Dante es la obra literaria más importante de la historia por ser la que alberga más contenidos estéticos. El canonista Harold Bloom también opinaba algo muy parecido. Pero ¿qué debemos entender por criterios estéticos en la literatura o en el cine? ¿Podemos pensar que la Comedia es más estética que el Quijote por contener, además de imágenes muy plásticas sobre todo en el Infierno, un lenguaje métrico y rimado que hace “prosaica” la novela de Cervantes? Y en el cine, ¿debemos considerar más estéticas y artísticas películas como Apocalypse Now de Coppola o Muerte en Venecia de Visconti que Secretos de un matrimonio de Bergman o El verdugo de Berlanga? Creo que el criterio para considerar una gran película no debe limitarse a lo estético. Debe valorar también otros ingredientes (que eventualmente pueden confluir con lo estético pero no siempre) como la eficacia para conseguir un buen guión, la dirección artística, la música, la fotografía, la dirección de actores y el montaje. En el cine, al ser un arte colectivo, hemos tendido a pensar que lo más parecido al autor de una película es su director. No siempre fue así. Durante muchos lustros, hasta que algunos directores y críticos franceses como François Truffaut o Adré Bazin señalaron a unos cuantos “autores” indiscutibles del cine americano como Hitchcock o John Ford, el director era una figura casi desconocida por el gran público, siempre eclipsada por las estrellas actorales (aunque en esto Hitchcock era una excepción por sus fugaces apariciones en sus películas y por su conocido programa de televisión). El cine (la industria del cine) se entendió como la producción de unos artefactos más pensados para el ámbito del entretenimiento o de la propaganda política (Eisenstein, Leni Riefenstahl, Sainz de Heredia) que como expresión de arte propiamente dicho. Salvo algunos casos experimentales como El perro andaluz de Buñuel o las películas vanguardistas de Jean Cocteau, el cine ha tendido a concebirse menos como una expresión rigurosamente artística que comercial. Por su coherente estética personal y por su capacidad de crear mundos e ironía hasta en la elección de los actores, creo que la obra de Fellini tal vez haya sido una de las más artísticas que he conocido.

Podemos pensar que el guionista, sobre todo cuando escribe guiones originales que no han sido concebidos a partir de una obra previa (pieza teatral o novela), es el propietario intelectual de un gran pedazo de la obra final. En este sentido me pregunto si debemos considerar más autores de sus películas a los directores que han escrito siempre o casi siempre sus guiones (como Woody Allen, Bergman o Almodóvar) que a otros que, no habiéndolos escrito o apenas participado en ellos, crearon modelos nuevos mediante un lenguaje puramente cinematográfico (encuadres, tiempo narrativo, estructura, montaje) llegando incluso a participar en el embrión de nuevos géneros (western, comedia, suspense, policiaco, musical), como son los excelsos casos ya mencionados de Alfred Hitchcock o de John Ford. La llegada del llamado cine de autor en la década de los sesenta podría considerarse un intento de fusionar las antes separadas funciones industriales del director y el guionista.

Con mucha frecuencia, sobre todo en ámbitos académicos o intelectuales, se ha considerado que Ciudadano Kane (1941) es la mejor película de la historia del cine, y que su director, Orson Welles, fue con ella, a sus 24 años de edad, el autor más autorizado para considerarse un genio absoluto del medio cinematográfico. El argumento de la película, que comercialmente fue un rotundo fracaso, es muy insólito: un millonario americano (trasunto del millonario real William Randolph Hearst) muere en la cama de su faraónico palacio y la última palabra que pronuncia es “rosebud”. Todo el resto del film y de la trama desarrolla la investigación que hace un periodista que quiere conocer el significado de esa palabra. La grandeza del film se encuentra en la estructura del guión, en sus hallazgos fotográficos, en la innovación técnica de sus planos, en la dirección y la actuación de Welles, supuestamente responsable de toda la obra. Sin embargo, con el tiempo se ha cuestionado esa autoría en algunas funciones atribuidas al director. Por ejemplo, la concepción de los planos y las imágenes fueron creados por el director de fotografía Gregg Toland mucho más que por Welles. Y parece que el guión fue escrito casi exclusivamente por Herman Mankiewicz, a pesar de que Welles trató de comprarle su parte para que solo él apareciera en los títulos de crédito como guionista. Llegó a ofrecerle dinero para que aceptara esa ilegítima apropiación. Criterios para valorar la excelencia, la autoría, el arte del séptimo arte. Acaso el tiempo ponga las películas y las series en su sitio. O tal vez las series llevarán los grandes films a los limbos del olvido. Y habrá opiniones de todo tipo, incluso entre las voces más autorizadas. Al gran Bergman, Ciudadano Kane le parecía una película aburridísima.

Carlos Cañeque es profesor de Ciencia Política en la UAB, escritor y director de cine