Manuel Pastor Martínez

Por qué la Monarquía

Símbolos reales de la Monarquía española. (Foto: RTVE)

LA CRÍTICA, 14 SEPTIEMBRE 2020

Manuel Pastor Martínez | Lunes 14 de septiembre de 2020
Cuando era un joven universitario y admirador de la personalidad política de don Enrique Tierno Galván (a mediados de los años 1960s asistí a varios de los seminarios que impartía en su despacho de la calle Marqués de Cubas en Madrid), por influencia de algunos de mis profesores de Ciencias Políticas (los catedráticos socialistas Raúl Morodo, Carlos Moya, Manuel Medina… (...)

... incluso los liberales “socialdemócratas” y monárquicos don Carlos Ollero y don Antonio Truyol Serra) decidí ingresar en el grupo socialista que lideraba el “Viejo Profesor”, el PSI/PSP (Partido Socialista del Interior 1968-1974, Partido Socialista Popular 1974-1978). Tras la unificación con el PSOE en 1978, operación en la que modestamente participé, mantuve la “militancia” socialista hasta el infame 23-F de 1981. Desde tal fecha, distanciado ya de toda ideología o creencia de izquierdas, he sido políticamente un liberal-conservador independiente, es decir sin filiación partidista.

Recuerdo 1975 como un año clave en mi percepción de la Monarquía española: la última cena política en Estoril (Portugal) de D. Juan de Borbón y Battenberg (23 de junio), la muerte de Franco (20 de noviembre), y la proclamación de D. Juan Carlos I de Borbón y Borbón Rey de España (22 de noviembre).

En junio de ese año viajé a Portugal en el tren expreso nocturno desde la estación de Madrid-Atocha a Lisboa con don Carlos Ollero y otros monárquicos, en mi caso como representante del PSP (a Tierno Galván y a Morodo les habían retirado los pasaportes). Asistí a la cena en un lujoso hotel de Estoril –que sería la última antes de la muerte de Franco- de D. Juan con motivo de su onomástica, participando como invitados diversos representantes de los grupos monárquicos y mis compañeros del PSP, los gallegos Marcelino Lobato (llegado desde La Coruña) y Ventura Pérez Mariño (desde Madrid). Los tres éramos la única representación de izquierdas en aquel acto “juanista”, y como miembros de la Junta Democrática que se había constituido en París con el PCE de Santiago Carrillo (el PSOE no era “juntero” ni “juanista”), actuábamos como una especie de “bisagra” entre las izquierdas y los partidos de derechas, casi todos ellos a favor de la Monarquía democrática que simbolizaba entonces D. Juan de Borbón y Battenberg. La Monarquía “juancarlista” (de Juan Carlos “El Breve”, se decía), con muy pocas excepciones, todavía era percibida como franquista y por tanto no democrática.

Compartía entonces la opinión de don Enrique Tierno Galván – la Monarquía de D. Juan como “salida”, si no como “solución”-, pero no la muy generalizada en un mayoría de las izquierdas (en el magma PSP-PSOE-PCE de tiernistas, felipistas y carrillistas) después de la muerte de Franco, de no considerarse monárquicos sino “juancarlistas”.

Ya entonces me parecía absurdo declararse “juancarlista”, pero sobre todo después de la Transición a la democracia y con la nueva Constitución de 1978, especialmente tras el infame 23-F y el turbio comportamiento del Rey en los hechos (véanse mi ensayo reciente “Verano 1980 de la Monarquía española”, en La Crítica, 20 de Agosto de 2020, y varios otros –algunos con el seudónimo Joaquín Martínez de la Rosa- en Kosmos-Polis, 2014-2015). Paralelamente a mi evolución ideológica, me identifiqué más bien con la Monarquía como institución nacional que, a diferencia de las dos caóticas y trágicas experiencias con la República, había dado a España las páginas más brillantes de su historia.

Estoy tentado a decir que sigo considerándome monárquico principalmente por diferenciarme de los socialistas y los comunistas, con mayor razón en estos tiempos bajo los incompetentes y nefastos liderazgos respectivos de Pedro Sánchez e Pablo Iglesias. Pero lo cierto es que tengo motivos más serios, pragmáticos y racionales (aunque los emocionales también son importantes) que aquí presento solo sumariamente.

Existen teorías muy pertinentes y fundadas sobre el “poder moderador” y la función de “defensor de la Constitución” del Jefe del Estado –Rey en la Monarquía o Presidente en la República- en diversos autores clásicos y modernos (Alexander Hamilton, Benjamin Constant, Carl Schmitt, etc.). Mis maestros universitarios don Carlos Ollero y don Luis Díez del Corral elaboraron también teorías, respectivamente, sobre la “razón funcional” y la “razón histórica” de la Monarquía que me parecen muy asumibles, más elaboradas y profundas que las simples categorías convencionales de Max Weber sobre la legitimidad del poder (legitimidades tradicional, carismática y racional) y otras distinciones académicas (legitimidad de origen y legitimidad de ejercicio), todas ellas por supuesto también válidas.

Cuando me preguntan si prefiero la Monarquía o la República siempre respondo que depende en dónde. Por ejemplo, personalmente me siento monárquico en España y republicano en EEUU (mi esposa y mis hijos son ciudadanos estadounidenses), porque en cada país existe una tradición y una cultura política propias.

En España con la ejemplar Transición de la autocracia a la democracia entre 1975-1980 (la Consolidación –a mi juicio- sigue pendiente, tras los problemas originados a partir del 23-F de 1981, por la partitocracia y la corrupción) Juan Carlos I reunió las tres legitimidades de la doctrina weberiana: la carismática, heredada de Franco; la tradicional/dinástica recibida de su padre; y la racional/democrática obtenida indirectamente mediante dos “referenda” (Ley para la Reforma Política, Diciembre de 1976; Constitución Española, Diciembre de 1978).

La Monarquía democrática y parlamentaria –como en Gran Bretaña y algunos países de la Commonwealth, Japón, Bélgica, Holanda, Luxemburgo, Dinamarca, Noruega, Suecia y España- ofrece una gran estabilidad política y supone un significativo ahorro económico y político-electoral (Por supuesto, en algún momento oportuno habrá que modificar el artículo 57 de nuestra Constitución que establece la preferencia del varón sobre la mujer en la sucesión).

Como símbolo y representación del Estado y la Nación, la Corona y su encarnación histórica en la persona de un Rey o de una Reina, pertenecientes a una familia o dinastía, asegura mayor continuidad y estabilidad en las importantísimas relaciones públicas internacionales. Además resulta más económico financiar a una familia que a las sucesivas de los presidentes y ex presidentes republicanos, que en los sistemas democráticos parlamentarios tienen un papel principalmente representativo-honorífico. También resulta más económico ahorrar a las sociedades democráticas de unas elecciones extra de los Presidentes/Jefes de Estado, además de las elecciones generales parlamentarias con sus Jefes de Gobierno resultantes (Primeros Ministros, Cancilleres, o –como en España- confusamente denominados Presidentes de Gobierno). Los Reyes aseguran sin duda una mayor independencia respecto a los partidos políticos, que son los que normalmente promueven las candidaturas a Presidentes en las Repúblicas.

Todo ello lleva aparejado no solo aspectos económicos sino también de ejemplaridad y transparencia, que en última instancia son los criterios principales para calificar un reinado, y la garantía para, en caso necesario, recurrir a la abdicación y en casos extremos al cambio dinástico. Esta última posibilidad permite asimismo distinguir la Monarquía (permanente, sustantiva e institucional) de la Dinastía (accidental, adjetiva y personal).

La Restauración de la Monarquía en España en 1975 fue una sabia decisión -hay que reconocerlo- de Franco, y de una mayoría del franquismo y del anti-franquismo durante la Transición. Restauración que simbolizó también la Reconciliación final de los españoles de ambos bandos en la Guerra Civil. Tras el derrumbe del Segundo Imperio francés en el siglo XIX, a lo largo del siglo XX fueron cayendo las monarquías europeas en Portugal, Rusia, Alemania, Austria, Hungría, Bulgaria, Montenegro, Serbia, Croacia, Eslovenia –y el compuesto y breve “Reino de Yugoslavia”-, Albania, Rumania, Italia y Grecia (también, no lo olvidemos, España en 1931). En todos los países mencionados –con algunas excepciones- la República ha resultado un sistema poco democrático o abiertamente autoritario. Nuestro país ha sido el único en Europa –y en el resto del mundo- que ha llevado a cabo con éxito una Restauración de la Monarquía democrática y parlamentaria.

Es una singularidad y una gran construcción histórica del parlamento español (Cortes constituyentes de facto entre 1977 y 1978) de la que debemos sentirnos orgullosos.