(Ensayo escrito con la colaboración de María Corrés Illera)
Friedrich A. Hayek en su obra clásica The Constitution of Liberty (The University of Chicago Press, 1960), al analizar toda la tradición legal anglo-americana del Rule of Law frente al diferente concepto europeo continental del Estado de Derecho, subraya el papel esencial del federalismo americano en la reafirmación de esa tradición peculiar, debilitada en Gran Bretaña por el absolutismo parlamentario (...)
... y el ascenso del Welfare State, extensión éste del tradicional Estado–policía administrativo (Hayek, ob. cit., última edición, Chicago, 2011, pp. 274-275). Hayek aprovecha asimismo la oportunidad para negar, desde la perspectiva del Imperio de la Ley, la legitimidad democrática de los desafíos soberanistas que responden a una voluntad parcial e históricamente temporal (incluso en el caso de una mayoría electoral temporal), rompiendo los planes a largo plazo del pueblo soberano considerado en su totalidad, como ilustra muy pertinentemente la situación actual del independentismo catalán (Hayek, ob. cit., pp. 268-269 ; M. Pastor, “La resistible ascensión de Arturo Mas”, Kosmos-Polis, Enero 2014).
España, como todas las sociedades tradicionales, experimentó a lo largo de su historia expresiones de un federalismo natural o espontáneo. En los inicios de su edad contemporánea, la Guerra de Independencia ocasionó una manifestación del mismo, lo que Menéndez y Pelayo denominó “federalismo instintivo”, que para el historiador Pierre Vilar no era sino expresión de lo que Ortega llamaría la “invertebración” de España.
No deja de ser curioso que el hispanista francés, en un mismo párrafo de su Historia de España (1963) mencione dicho fenómeno en sentidos contradictorios, confundiendo Confederalismo y Federalismo. Por una parte, cita a Menéndez y Pelayo y su caracterización del “federalismo instintivo” e “invertebración”, en un sentido confederal, anárquico o anarquista… (por ejemplo, los casos del alcalde de Móstoles y la Junta de Asturias). Y por otra parte, afirma: “La constitución de la Junta Central da lugar a curiosas proposiciones federales. De hecho, el poder se atomiza. Y esto resulta un obstáculo para Napoleón.” (P. Vilar, ob. cit., trigésima edición, Ed. Crítica, Barcelona, 1991, p. 82). Es decir, que la Junta Central intentó un federalismo centrípeto, integrador, según el modelo norteamericano, pero se impusieron las fuerzas centrífugas y atomizadoras.
Es significativo y típico de la intelectualidad progresista europea que un historiador de la talla de Pierre Vilar incurra en ciertas incongruencias al hablar de federalismo.
Estaríamos, por tanto, en el caso de España, ante un fenómeno histórico de agrupamiento de comunidades y reinos de signo confederal. Un proceso natural y, comparado con las tradiciones clásicas, diríamos que universal, cuyas huellas podemos encontrar en nuestros días en ciertas ambigüedades de la actual Constitución de 1978, del “Estado de las Autonomías”, con la expresa diferenciación entre “nacionalidades” y “regiones”, o en el reconocimiento pactado del “cupo” vasco y del convenio “foral” navarro, residuos confederales anacrónicos que han impedido, hasta la fecha, una evolución hacia un modelo auténticamente federal, en sentido moderno.
Aunque la intención federalista es clara, el lenguaje específico tuvo que ser suavizado en la Convención de Filadelfia para que tanto federalistas como anti-federalistas pudieran llegar a un acuerdo. Sin embargo podemos observar en los Papeles Federalistas que la interpretación federal de la Constitución fue la que se impuso, ya que los papeles anti-federalistas intentaron hacer propaganda contra la aprobación de la Constitución.
Los federalistas americanos (Hamilton, Madison, etc.) estudiaron los precedentes europeos de confederaciones y “federaciones” pero, en rigor, ninguno de los ejemplos pudo inspirar al nuevo modelo que ellos crearon.
Con posterioridad, a partir del siglo XIX, algunas naciones evolucionaron de la Confederación a un Estado Federal: el primero y principal el de Suiza, o Confederación Helvética, que aunque mantenga tal denominación histórica, desde 1848 en realidad es un sistema federal. Otro caso notable es el de Alemania, que tras la unificación llevada a cabo por Bismarck en 1871 bajo el signo de la Confederación del Imperio, tras la Primera Guerra Mundial, con la Constitución de Weimar (1919) ensayó un sistema republicano-federal que se derrumbó con la llegada de Hitler al poder en 1933. Tras la Segunda Guerra Mundial, la Alemania Occidental o República Federal de Alemania asumirá nuevamente un modelo federal con la Ley Fundamental de Bonn (1949).
Existen otros ejemplos de gradual transformación en un modelo federalista o de “lógica federalista”, como es el caso de la Segunda República en España, a partir de un Estado integral (Constitución de 1931) que inició su mutación en Estado “federal” con los Estatutos regionales (catalán, vasco y gallego), pero el proceso quedó interrumpido con la Guerra Civil de 1936-39. Tras el franquismo, la nueva democracia española según la Constitución de 1978, aunque evitó por una suerte de tabú y confusionismo históricos la terminología federalista, postuló un modelo a nuestro juicio barroco y contradictorio denominado Estado de las Autonomías, que algunos percibieron correctamente como un sistema de lógica federal. En tiempos recientes, el modelo italiano de posguerra, a partir de la Constitución de 1947 también ha evolucionado desde un llamado Estado de las Regiones hacia un Estado federal.
Un caso dramático es el de Rusia. Tras la caída del Imperio zarista, los gobiernos provisionales impulsaron la elección de una Asamblea Constituyente a finales de 1917, en la que obtuvieron una mayoría absoluta los Social-Revolucionarios de Derecha, junto a otros grupos de Centro y Derecha, pero los bolcheviques que habían conquistado el poder en Octubre de 1917 mediante un golpe de Estado, en Enero de 1918 decidieron acabar con el experimento. Cuando el social-revolucionario (eserista) de derecha Victor Chernov, primer presidente elegido de la Asamblea Constituyente, proclamó en la madrugada del 18 de Enero de 1918 “El Estado ruso es declarado República Federal Democrática de Rusia”, inmediatamente la Guardia Roja, apoyada por la Guardia Letona, siguiendo instrucciones directamente de Lenin, procedieron a la disolución y clausura definitiva de la Asamblea (James Bunyan and H. H. Fisher, The Bolshevik Revolution, 1917-1918, Stanford University, Ca., 1934, p.378). Con un oportunismo e impostura característicos, la dictadura comunista procedió inmediatamente a firmar con el Imperio Germánico el Tratado de Brest-Litovsk el 29 de Marzo de 1918, en cuyo texto se autodenominaba República Federal Soviética de Rusia (Texts of the Russian Peace, Department of State, Washington DC, 1918, p. 139).
Tras la caída del Imperio Soviético y la creación de la Federación Rusa, la Rusia autoritaria de Vladimir Putin ha pretendido, sin éxito hasta el presente por las rémoras antidemocráticas del régimen y las inercias de una cultura política estatista centralista, implantar un sistema federal, como ha analizado pertinentemente en diversos trabajos Anastassia Obydenkova (véase su último ensayo, “New Tendencies of Federalism: The Case of the Russian Federation”, Cuadernos Fundación MGA, 5, Zaragoza, 2013).
La excelente obra de Greg O’Brien, The Timeline of Native Americans (Thunder Bay Press, San Diego, California, 2008) nos ofrece un catálogo y cronología rigurosos de los primeros “encuentros” entre los exploradores europeos y las distintas “confederaciones” tribales de los nativos norteamericanos desde 1492: John y Sebastian Cabot (1498) y Gaspar Corte-Real (1500) en la costa del Noreste; Juan Ponce de León (1513), Narváez y Cabeza de Vaca (1528), y Hernando de Soto (1539) en la costa de Florida; Jacques Cartier (1531) con la confederación Iroqui; Francisco Coronado (1539) con los indios Pueblo y Zunis en el sur; Hernando de Soto (1539) inicia su exploración hacia el valle del Mississippi; y Juan Rodríguez Cabrillo (1542) contacta con los indios del sur de California. Hacia 1600 los españoles inician los contactos con los Apaches, Navajos y Utes. El francés Samuel de Champlain contacta con la Confederación de los Iroquies en el Noreste, y en 1630 los Puritanos se establecen en Massachussets. En los 1640s los Sioux (Dakotas) se separan de su base original en Minnesota y comienzan su emigración hacia el Oeste, lo que facilita la expansión de los Iroquies por el área de los Grandes Lagos, donde van a desarrollar la Confederación más extensa y estructurada de todas las naciones indígenas antes de la Independencia.
En el otoño de 1768 se celebró la “convención” de las Seis Naciones confederadas en Fort Stanwix (cerca de la actual Rome, en el estado de New York), por iniciativa de Sir William Johnson, superintendente británico de Asuntos Indios. La asamblea reunió a más de 3.000 delegados indios (probablemente la reunión de las naciones nativas más grande celebrada en la historia del continente) y fue la última oportunidad, no aprovechada, de crear una estructura política más integrada en un sentido federalista de la gran Nación Iroqui. El Tratado de Fort Stanwix será el primero de una serie de acuerdos que se negociarán en las tres décadas siguientes y que los Iroquies consideraron el reconocimiento formal por parte británica de su derecho a existir como naciones soberanas. Sin embargo la rebelión de los colonos y las disputas internas de la Confederación con los Shawnee y otras tribus de los indios Ohio, los convertirán en papel mojado (Henry Woodhead, ed., The Realm of the Iroquois, Time-Life Books, Alexandria, VA, 1993, pp. 123-125).
Sin duda, el principal artífice y empresario de este “new federalism” fue un criollo británico natural de las Islas Vírgenes, Alexander Hamilton, que emigró a Nueva Inglaterra (v. M. Pastor, “Alexander Hamilton. Los orígenes del nacionalismo político”, Revista de Estudios Políticos, Madrid, 127, 2005) para convertirse en uno de los líderes de la Independencia y de la fundación del sistema político estadounidense. Con la colaboración principal de James Madison, con el seudónimo Publius, argumentó sólidamente a favor de la sustitución de la anárquica y degradada Confederación por un gobierno federal, en los ensayos 15-22 de The Federalist, comentarios determinantes para la ratificación de la nueva Constitución creada por la Convención de Filadelfia en 1787 (Ron Chenow, Alexander Hamilton, Penguin, New York, 2004, pp. 243-ss., la última gran biografía sobre el personaje). Pero si Hamilton fue el primer político e intelectual americano en concebir la idea del federalismo moderno, el primer europeo será su compañero de armas y líder político francés, Marie-Joseph, Marqués de Lafayette, héroe de la Independencia americana que regresó a los Estados Unidos en 1784 en un viaje triunfal que aprovechó para apoyar las tesis de sus amigos Hamilton y Washington: “He used his influence top lead from plattforms in ten of the thirteen states for a federal system that was stronger and more unified, in a time when many leading Americans were seeking a way to stregthen the Articles of Confederation.” Y en sus propias palabras de elogio al experimento americano, declarará: “Humanity has won its battle, Liberty now has a country.”(Stanley J. Idzerda, France and the American War for Independence, Lafayette Papers, Cornell University, s.f., pp. 51 y 53). Sin embargo, el liberalismo y federalismo modernos de Lafayette tampoco serían comprendidos por los centralistas jacobinos y bonapartistas de la Revolución francesa pocos años después. En tal perspectiva se ubica la incomprensión del federalismo moderno, como mencionábamos antes, de los intelectuales progresistas franceses y europeos, como por ejemplo Pierre Vilar y, en otro sentido, el caso de los intelectuales y políticos progresistas regionales (catalanistas, vasquistas, galleguistas, etc.) en España.
Durante el siglo XIX, y hasta la Guerra Civil (1861-65) en la que con la victoria de la Unión definitivamente se consolida la Nueva Nación y la Nueva Libertad, y se reafirma la Constitución Federal frente a las tendencias separatistas y secesionistas que invocaban el ideal de la Confederación (v. Manuel Pastor: “Abraham Lincoln: la consolidación de una Nueva Nación”, La Ilustración Liberal, 39, 2009), la labor principal en defensa del federalismo frente a los diferentes conflictos que se van produciendo con la expansión territorial hacia el Oeste y el Sur, se debe al Presidente de la Corte Suprema, John Marshall, liderando las resoluciones Marbury vs. Madison (1803), Martin vs. Hunter´s Lessee (1816), Mc Culloch vs. Maryland (1819) y Cohens vs. Virginia (1821). Especialmente sobresale la tercera resolución mencionada, donde en los términos clásicos del juez Marshall, se afirma con claridad: “The government of the Union, then, is emphatically, and truly, a government of the people. In form and substance it emanates from them. Its powers are guaranted by them (…) The American people, not the States, had created the Constitution. The old Confederation had been a mere leguee or alliance of the States.” (McCulloch vs. Maryland, 1819).
La alergia o pereza de los intelectuales progresistas y socialistas europeos, por una especie de síndrome anti-americanista, de no reconocer y estudiar en profundidad el modelo federalista americano (las excepciones son liberal-conservadores como Tocqueville o Acton, y en España, al menos, Juan Valera, Azorín y Miguel de Unamuno, aunque éstos no tuvieron continuadores en esta materia) ha sido letal para el desarrollo de una genuina tradición constitucional federalista, y ello explica el alto confusionismo que todavía existe entre los líderes políticos y un gran número de analistas en los medios de comunicación. En el caso específico de España y Cataluña, las doctrinas de Pi y Margall y otros catalanistas han sido especialmente nocivas, contribuyendo extraordinariamente a dicho confusionismo, aunque hay que reconocer que el debate actual sobre el “soberanismo” e “independentismo” ha tenido al menos un cierto efecto clarificador.
En la cuestión teórica del federalismo en los países europeos y de una futurible Unión Europea, como señalamos antes, F. Hayek y M. Friedman, grandes conocedores del pensamiento de los federalistas americanos, plantearon sus dudas desde una perspectiva económica e individualista (libertaria), en una de las sesiones iniciales de la Mont Pelerin Society (“The Problems and Chances of European Federation”, November 1947). Posteriormente, en su clásico tratado The Constitution of Liberty (1960), Hayek sostendrá firmemente que la condición sine que non de una constitución federal como la americana es la existencia del Rule of Law, algo diferente del Estado de Derecho característico de los sistemas constitucionales europeos (con la excepción, en algunos momentos en el pasado, del británico), pero que con el ascenso generalizado del Welfare State, consecuencia o extensión del Estado policía/administrativo, en las tradidiciones prusiana y francesa, la posibilidad del imperio de la ley y del federalismo han desaparecido. Como ocurriera en la Convención de Filadelfia, en la Unión Europea se evita toda terminología federal por miedo a que pueda ofender a los euroescépticos, por lo que se ha llegado a conceptos jurídicos indeterminados como “ever closer union” o la misma denominación “Unión Europea”, expresiones suficientemente vagas que permiten interpretaciones para todos los gustos (v. Adam Steinhouse, An Introduction to the European Union, 2012, Booklet, pp. 1-7).
Los Estados Unidos de América, al dotarse de una Constitución federal en 1787, superando el sistema de la Confederación, institucionalizaban juríricamente, por primera vez en la historia, la invención del federalismo (Dimitros Karmis & Norman Wayne, “The American Invention and the Nineteenth-century debates over rival types of federalism”, Introduction, in Karmis & Wayne, ed., Theories of Federalism: A Reader 2005, Palgrave, New York, pp. 103-104). Esto fue en sí considerado, según Daniel Eleazar, una auténtica “revolución federalista” porque hasta la fecha en Europa lo que se entendía por agrupación “federal” era la forma confederada (D. Eleazar, Exploring Federalism, University of Alabama Press, Tuscaloosa, 2006, pp. 6-7). No obstante, los Estados de la Unión seguirían reteniendo más poderes que el gobierno central, por lo que durante casi un siglo, hasta la Guerra Civil, de facto, mantuvieron una actitud y comportamiento de gobierno como si fueran un sistema confederal (Guy Verhofstadt, Los Estados Unidos de Europa, Universidad de Santiago de Compostela, 2006, pp. 56-57), lo que dio lugar a una serie ininterrumpida de conflictos legales y constitucionales similares, mutatis mutandis, a los que hoy plantean los Estados soberanos europeos en el proceso de construcción de la Unión Europea. Desde las primeras propuestas utópicas sobre una futura Unión Europea (por ejemplo en Saint Simon, y en un sentido más totalitario en Lenin, Trotsky o Hitler) hasta los Padres Fundadores de la real organización actualmente existente, la fórmula del federalismo o “Fédération Européenne” (Déclaration Schuman, 9 de Mayo de 1950), y el ideal de unos “Estados Unidos de Europa” inspirado en el experimento americano ha estado en la mente de muchos. Por ejemplo, Altiero Spinelli en medio de la trágica Guerra Mundial se referiría a la necesidad de una “organizazione razionale degli Stati Uniti d´Europa” (Manifiesto de Ventotene, 29 de Agosto de 1943), y Winston Churchill afirmará después: “We must build a kind of United States of Europe. In this way only will hundreds millions of toilers be able to regain the simple joys and hopes which make life worth living” (The Tragedy of Europe, 19 de Septiembre de 1946).
Pero la realidad y la práctica de la “imperfecta” Unión Europea -como asimismo de la “imperfecta” unidad española del Estado de las Autonomías- parece que se inclinan más bien hacia fórmulas confederales.