Cada vez más, se confunde lo urgente con lo importante y como, tanto políticos como comerciantes lo hacen a todas horas, en letras grandes y a todo color, es cada vez más difícil encontrar a gente que aborde tareas, a veces críticas, con las prioridades adecuadas. (...)
Cada vez más, se confunde lo urgente con lo importante y como, tanto políticos como comerciantes lo hacen a todas horas, en letras grandes y a todo color, es cada vez más difícil encontrar a gente que aborde tareas, a veces críticas, con las prioridades adecuadas.
Hace unos años, en el proceso de comprarme un coche, me di cuenta de lo grave que ya era ese problema. Había decidido que fuese automático (me adelanto a las críticas de los puristas de la conducción: me gustan los coches con cambio manual, tengo dos con cambio manual, pero ese lo quería automático), lo cual, en esa marca, era toda una novedad. Técnicamente era muy distinto a otros cambios automáticos anteriores, y quería estar seguro de que eran tan automático como yo requería. Y pregunté al vendedor por el grado de automatismo, etc., y me contestó que con ese cambio podría, además, subir y bajar de marcha con las levas del volante… Ya, sí, vale, pero ¿puedo no cambiar con las levas del volante, y dejar que cambie solo? Pues resulta que eso no sabía asegurármelo.
En otras palabras, se había aprendido la parte subrayada del manual, las características extraordinarias, pero había pasado por alto la parte básica, la parte aburrida. Es como si al comprar un televisor nos destacasen su excelente integración con Netflix, con Amazon o con lo que sea, y sus especiales sistemas de protección infantil para que no vean demasiados dibujos, pero no supiesen decirnos nada de la calidad de imagen.
Y esto sucede a todas horas y en todas partes. ¿No te has encontrado hace poco mirando fijamente un paquete de comida y preguntándote qué es lo que lleva dentro, pero sólo encontrando lo que no lleva? Sin gluten, sin azucares añadidos, sin grasas trans, sin cafeína, sin aceite de palma, etc.
Los colegios igual (por ver lo extendido que está el concepto), sobre todo los privados de gama alta, que dedican páginas y más páginas de sus folletos a detallar las instalaciones deportivas, las infinitas actividades extraescolares o las avanzadas maneras de comunicarse con los padres, pero apenas nada (o menos) sobre la solidez de la formación en Física o Literatura, o acerca de la trayectoria profesional de sus profesores.
Y los programas políticos igual: casi todos se pasan la mayor parte del tiempo disponible frente al periodista diciendo lo que no van a hacer (no voy a pactar con esos, no voy a traspasar esas líneas rojas, no vamos a admitir esto o lo otro) o negando haber hecho algo, en lugar de dedicar ese valioso tiempo a explicar qué es lo que sí van a hacer, o a reconocer lo que en realidad han hecho y por qué lo han hecho.
Veámoslo desde otro punto de vista.
En uno de los muchos cursos que alguna vez disfruté, el profesor, sacándolas de una misteriosa cesta que escondía detrás de la mesa, llenó de piedras de regular tamaño un gran frasco de cristal. Cuando llegó al borde del frasco preguntó si cabría alguna piedra más, y la mayoría acordamos (quizá democráticamente) que, si ponía encima otra más, la tapa no cerraría. Sonrisa de suficiencia, y saca un puñado de piedras mucho más pequeñas, gravilla casi, que se colaron por los resquicios de las grandes, y todavía entró una buena cantidad en el frasco. ¿Qué?, ¿cabe o no cabe algo más ahora? Escarmentados, esta vez todos dijimos que sí y, efectivamente, sacó un saquito de arena con el que terminó de llenar hasta el más mínimo resquicio. El frasco estaba lleno hasta el borde, y cuando, aunque algo dubitativos, reconocimos que no cabía nada más… sacó una jarra con agua que, entera, vertió en el sufrido frasco, que la absorbió sin derramarse nada fuera.
La enseñanza de la lección del frasco: si llenamos nuestro tiempo, nuestro entorno, o nuestro discurso, de pequeñas cosas (la arena), no habrá ninguna posibilidad de que las grandes encuentren lugar: es la clásica situación en la que nos vemos asfixiados por infinidad de pequeñas cosas que nos quitan sitio, tiempo y capacidad mental para afrontar las tareas verdaderamente importantes.
Hay que empezar, siempre, por lo principal, por la idea central, por la tarea más importante, y dejar lo demás, por urgente que parezca, para cuando lo importante le deje lugar. En caso contrario, lo más importante se puede (se suele) quedar sin hacer.
El cambio de aquel coche era automático y, efectivamente, no hacía falta tocar la palanca en todo el viaje y, al no tener pedal de embrague, lo podías conducir aunque te doliese el tobillo. Lo de provocar cambios manuales con las levas del volante era algo del tipo ‘además de’, un extra; y, sin embargo, el vendedor era lo que intentaba vender: era la típica pequeña cosa, llamativa, que capta nuestra errática atención cuando no sujetamos con firmeza el timón de nuestro pensamiento y navegamos a la deriva.
El plato preparado del supermercado lleva, quizá, arroz largo, jamón york con un 40% de lo que sea y un 10% de otra cosa. Lo de que no lleva nicotina, gluten o que los pollos se criaron fuera de jaulas, por importante que sea (que lo es, sin duda), es menos importante que decir que sí lleva un 3% de pollo, con un 6% de grasa y un 22% de proteínas, por ejemplo.
Y en el programa de un gobierno, es más importante decir de dónde van a sacar el dinero, y cuánto, y cómo, que decir que lo harán sin subir impuestos, o sin aumentar el presupuesto de lo que sea. La tradición, sin embargo, es que en el Congreso niegan más que afirman, y lo que allí no dicen, es porque lo negocian fuera, en la estricta intimidad.