El romanticismo europeo e igualmente el norteamericano, con Whasington Irving, asociaron España al estereotipo de una nación caracterizada por el apego a lo mágico, al fatalismo oriental. La imagen sobrevivió al propio romanticismo y, en gran medida, logró consolidarse a lo largo de buena parte del siglo XX como consecuencia de la guerra civil de 1936. Lo cual influyó en el desarrollo del hispanismo historiográfico de raíz, sobre todo, anglosajona. Un claro ejemplo es el diletante Gerald Brennan. Sin embargo, no todos los hispanistas se han identificado con esa imagen. Otros, como Stanley Payne, han sido capaces de ofrecer una interpretación razonada de nuestra trayectoria histórica.
Stanley George Payne nació en Denton, Texas, el 9 de septiembre de 1934. Inició sus estudios universitarios en el Pacific Union College. Finalizada su licenciatura, se trasladó a Clarement Graduate School para realizar el máster. Se doctoró en Historia de España, en 1960, en Columbia, con una tesis sobre Falange Española. Payne nunca ocultó su admiración por el historiador catalán Vicens Vives y por el sociólogo Juan José Linz, con quien compartió su interpretación del fenómeno fascista y del régimen de Franco. Payne es básicamente un liberal-conservador. Entre sus obras dedicadas a nuestros país, destacan España, una historia única; El catolicismo español; Falange. Historia del fascismo español; Franco y José Antonio. El extraño caso del fascismo español; El régimen de Franco; La guerra civil española; El colapso de la República; La revolución y la guerra española; El régimen de Franco; Franco. Una biografía personal y política; En defensa de España. Desmontando mitos y leyendas negras, etc, etc.
El historiador norteamericano coloca a España en el contexto de la Europa mediterránea, rechazando los contenidos de la denominada Leyenda Negra, los estereotipos “orientalistas” o los mitos de la “España romántica”. En su opinión, la trayectoria histórica de España viene marcada por la Reconquista. Por ello, Payne relativiza el significado de al-Andalus, al que califica de “mito”; y sus tesis se encuentran mucho más cerca de Claudio Sánchez Albornoz que de Américo Castro. La Reconquista fue “un proceso en ciertos aspectos único en la historia europea y mundial”. Esta lucha contra el Islam generó lo que Payne denomina idea española, es decir, “una especie de actitud común, más o menos compartida”, “una especie de tipo ideal, una aspiración que, expresada en diversas maneras o con distinto énfasis a lo largo de la historia es en ocasiones dominante, pero con frecuencia recesiva”. La idea española tenía sus orígenes remotos en la España visigoda. Se trata de la identificación de España con la “imitatio Cristi”, con misión histórica de expandir en cristianismo por el mundo. Sin duda, la idea española condicionó, en los siglos XIX y XX, la identidad nacional y la trayectoria del liberalismo español. A ello se unieron las dificultades de modernización de la sociedad. El reformismo ilustrado español siempre se situó en “el término medio”. La sociedad española siguió siendo, a lo largo de aquella centuria, una “sociedad tradicional”. La Revolución francesa y la invasión napoleónica de 1808 produjeron una reactivación de la ideología española y “la más generalizada e intensa reacción popular antinapoleónica de las registradas en Europa”. En consecuencia, el liberalismo español hubo de enfrentarse a una intensa persistencia de los hábitos y mentalidades característicos del Antiguo Régimen.
Por todo ello, Payne estima que la introducción del liberalismo en la sociedad española resultó “un tanto prematura”. Y es que en España “en realidad, no existía una sociedad civil adecuada para erigir un orden liberal”; algo que dio como resultado lo que Payne denomina “la contradicción española”, es decir, “una situación en la que los persistentes esfuerzos realizados por las pequeñas elites liberales o radicales para introducir sistemas “avanzados” carecían de base social, cultural o económica adecuada”. La debilidad de las iniciativas liberales se vio suplida por el apoyo del Ejército y de las clases altas, incluida la aristocracia. La debilidad del Estado y del nacionalismo español se puso de relieve con la emergencia de los nacionalismos periféricos vasco y catalán; lo mismo que en la persistencia del anarquismo, “único movimiento de masas anarcosindicalista de toda Europa”.
Para Stanley Payne, a comienzos del siglo XX se inicia un período revolucionario y de guerras revolucionarias. Este período comienza entre 1905 y 1911, en Rusia, Irán, Rumanía, Turquía, Portugal, México y China; y que tendría su continuidad y radicalización a raíz del estallido de la Gran Guerra y el triunfo de la revolución bolchevique en Rusia, las luchas en Finlandia, Alemania, Italia, iniciándose “la guerra civil internacional”, que se prolongaría hasta 1945.
En España, la ausencia de una alternativa nacionalista o fascista al liberalismo en crisis, hizo recaer la fuerza contrarrevolucionaria en el Ejército y la Iglesia católica; lo cual tuvo su traducción política en el advenimiento de la Dictadura de Primo de Rivera, cuya doctrina se basaba en “la recuperación de la ideología histórica española e intentaba crear un nacionalismo político en España”. La innovación más notable del régimen primorriverista fue “un sistema limitado de arbitraje laboral supervisado por el Estado, el primer paso hacia el corporativismo”. La caída de la Dictadura contribuyó a la deslegitimación de la Monarquía constitucional y abrió el paso a la II República. Según Payne, la sociedad española había caído, a la altura de 1931, en una especie de “trampa del desarrollo”, que, situado en una fase intermedia de la modernización, es la que suele desatar los conflictos más graves. El crecimiento económico había sido lo suficientemente grande como para fomentar la reivindicación de mejoras más rápidas, pero no se disponía de los medios para responder a esas demandas.
La II República tuvo una clara voluntad de ruptura con el pasado más inmediato, iniciando un claro proceso revolucionario. La II República se configuró como “una democracia poco democrática”, vinculándose a un proyecto político-social de “reforma radical” basado en el “anticatolicismo y la permanente exclusión del poder político de todos los sectores conservadores”. De los partidos republicanos tan sólo el Radical aceptaba “completamente la democracia liberal”. Por su parte, los socialistas “aceptaron inicialmente la República democrática como puente inevitable hacia el auténtico socialismo, y no tardaron en comenzar a rechazarlo cuando vieron que no seguía su trayectoria”.
En ese contexto, aparecieron nuevos partidos de derecha. En el caso español, la derecha totalitaria estuvo representada por Falange Española de las JONS; la radical, por el carlismo, Renovación Española y el Bloque Nacional; y la conservadora, por la CEDA. Como ya sabemos, Payne ha centrado su interés en Falange. El falangismo se correspondía, a su juicio, con el modelo de las “formas moderadas de fascismo europeo-occidental (el italiano, el francés, el británico y el holandés)”, “más católico y culturalmente más tradicionalista, menos estatalista a ultranza”. La CEDA representaba, según Payne, la derecha conservadora, pero no liberal, católica y corporativa. Una derecha “semileal” a la República; y, en ese aspecto, era “el gemelo opuesto del PSOE”.
La victoria electoral del Partido Radical y de las derechas en las elecciones de 1933 mostró el espíritu antiliberal y antidemocrático de las izquierdas, que no aceptaron la derrota y siguieron identificando las instituciones del nuevo régimen con su propio proyecto político. El gobierno “centrista” dirigido en 1934 por Lerroux fue, según Payne, “el más justo y equiibrado que había tenido la República”. Bajo su égida, se mantuvo, a pesar de la insurrección de las izquierdas en octubre de 1934, “escrupulosamente el orden constitucional” y el PSOE no fue ilegalizado.
Con el triunfo del Frente Popular en las elecciones de febrero de 1936, la República constitucional dejó de existir. El período frentepopulista se caracterizó por olas de huelgas, toma ilegal de propiedades, destrucción de iglesias y de propiedades eclesiásticas, cierre de escuelas católicas, censura de prensa, deterioro de la situación económica, detenciones policiales arbitrarias, politización de la justicia, impunidad de los miembros del Frente Popular, disolución de grupos de derecha, perversión de los procedimentos y resultados electorales, incremento de la violencia política, etc. Azaña y luego Casares Quiroga fueron incapaces de contener a los revolucionarios.
Para el historiador norteamericano, la guerra civil trajo consigo la revolución obrera “más amplia y prácticamente la más espontánea de las ocurridas en ningún país europeo, Rusia incluida”. El alzamiento fue, de hecho, “una sublevación preventiva” contra el proceso revolucionario. El bando nacional era “un amplio conjunto de fuerzas que iban desde los liberal-conservadores hasta los carlistas”. Así, pues, se trató de una lucha entre revolución y contrarrevolución. Fue “el último coletazo” de la I Guerra Mundial. En buena medida, resultó una “guerra de religión”. Las derechas se agruparon en torno al Ejército, bajo la jefatura del general Francisco Franco, “el más exitoso conntrarrevolucionario del siglo XX”. Payne lo presenta como un militar profesional, un nacionalista español y un regeneracionista, que aspiraba al desarrollo económico dirigido por una política estatalista, nacionalista y autoritaria. En ese sentido, la influencia fascista fue innegable en los primeros años del régimen, en lo cual incidió igualmente la ayuda militar y política proporcionada por Alemania e Italia. Sin embargo, el liderazgo había recaído de manera clara en el Ejército. Franco utilizó el partido único, FET, para sus propios fines. Payne conceptualiza al régimen, en esa coyuntura, como “semifascistizado”, por lo menos hasta el final de la Segunda Guerra Mundial. No obstante, en el régimen siempre fue más importante el Estado que el partido. En esta primera etapa, Franco apostó por el Eje. No obstante, hizo, al mismo tiempo, un doble juego para apaciguar a Gran Bretaña y Estados Unidos. Pasado el tiempo, Franco optó por una estricta neutralidad. Al final de la Guerra Mundial, jugó la carta del catolicismo y del neotradicionalismo, en la línea de la idea española, el “corporativismo nacional católico” y la inevitable “desfasticización”. A juicio del historiador norteamericano, lo más original del régimen fue el intento “de revivir el tradicionalismo cultural”. Sin embargo, Payne presenta a Franco igualmente como un líder modernizador consciente. Sin duda, no comprendió la economía moderna, pero su liderazgo no fue extraño al desarrollo de los años sesenta y setenta, ya que aceptó los consejos de sus ministros y el final del período autárquico “por el bienestar de España”. Además, la larga duración de su régimen y la despolitización de la sociedad española fueron igualmente objetivos y logros fundamentales, que favorecieron la superación de la épica de la guerra civil. El proceso de desarrollo económico y las repercusiones del Concilio Vaticano II contribuyeron decisivamente a la crisis del régimen. Franco fue “la última gran figura del tradicionalismo español, que trató sin éxito de conjugar la modernización y la tradición”.
Payne ha valorado positivamente el modelo de transición a la democracia liberal; y se identificó con la UCD y con la figura de Adolfo Suárez. A diferencia de otros hispanistas, como Paul Preston, ha defenido, además, la unidad nacional frente a los embates de los nacionalismos periféricos. Por todo ello, podemos considerarlo, al cumplir sus ochenta y cinco años, como un modelo de hispanistas.