... un sistema integrado capaz de vencer el aislamiento que provocaba el medio en el que se desenvolvía su actividad cotidiana.
Componentes fijos, pertrechos y un amplio repertorio de elementos móviles constituían el eje central de su funcionamiento, a través de una serie de mecanismos que permitían su manejo de un modo eficaz. No existía en esta época otro medio de transporte que pudiera superar al barco en capacidad de carga, ni tan siquiera en velocidad media sostenida. Se trataba de un almacén móvil al que se incorporaban mercancías para ser trasladadas de un punto geográfico a otro a través de los mares. Correspondía a su tripulación, entre otras responsabilidades, cargar en el mismo tanto los alimentos precisos para su sustento, las denominadas provisiones, como las mercancías objeto de traslado. Para ello se valían, además de la fuerza física del personal, de una serie de ingenios navales, como aparejos, cabrestantes, poleas, etc, que facilitaba la estiva a bordo.
El recipiente más utilizado para el transporte era la denominada “Pipa”, un tonel con 443,5 litros de capacidad. Dos pipas ocupaban el espacio equivalente a una tonelada. Existía un contenedor algo más grande, que se denominaba “Bota”, con una capacidad aproximada de 532 litros. Lo recipientes más pequeños recibían el nombre de “Quintaleños”, que tenían 64,5 litros y también se utilizaba otro envase más reducido , de forma casi esférica y boca ancha denominado “Botija”, con una capacidad aproximada de 20-30 litros.
José Veitia Linage describe en el capitulo XVI del libro II, de su conocida obra “Norte de la contratación de las Indias occidentales”, el aforamiento de la carga, donde se refiere a otro tipo de recipientes, como fardos u cajones, cuyas dimensiones eran variables. Define el “flete” como el precio que se paga al dueño o maestre del navío por lo que se traslada de un puerto a otro. El término “fletamento” se deriva de un concepto contenido en una ley de las Partidas denominado Eflectamento, referido al arrendamiento de las naos.
Las leyes concernientes al aprovisionamiento de mercancías se regularon por medio de una ordenanza de 1543, año en el que se estimó conveniente regular los tamaños y cantidades de género que hubiesen de ocupar una tonelada. Se consideraba de la máxima importancia cubicar adecuadamente la nave a fin de evitar la sobrecarga de la misma, dado el peligro que ello podía comportar.
Entre los géneros prohibidos para transportar sin licencia de Su Magestad se encontraban las armas , particularmente los pistoletes y cualquier otro artículo de hierro de Lieja y de Alemania, de forma que ni en bruto ni de manera labrada podía llevarse más que el procedente de Vizcaya. Por otra ordenanza se prohibía trasladar a las Indias los libros de “historias fingidas y profanas” y los de materias deshonestas. Además, para todos los que hubiere de llevarse sería requisito imprescindible, además de los despachos regulares, licencia del Santo Tribunal de la Inquisición.
Las tripulaciones de los barcos que desde finales del siglo XV y principios del XVI hacían la ruta de las Américas iban, por regla general, provistas de todo lo necesario para efectuar el viaje en las debidas condiciones. No obstante, la comida constituía una preocupación permanente. Por ello, era normal embarcar alimentos en cantidades que excedían sobradamente la duración prevista de la singladura.
En los viajes de los descubrimientos la inanición constituía una de las causas importantes de los fallecimientos. El hambre hacía verdaderas matanzas, debido a que una parte importante de los alimentos embarcados se estropeaban por falta de condiciones adecuadas en su almacenamiento. Era habitual llevar ganado vivo a bordo, principalmente vacas, cerdos y gallinas, a pesar de que esto perjudicaba seriamente la higiene y constituía un evidente foco de enfermedades. No obstante, resolvía en cierto modo la carencia de víveres frescos, que se consumían en los primeros días de la travesía.
El alimento formaba parte de la remuneración de las tripulaciones. La ración estaba reglamentada y su valor energético superaba, en ocasiones, las cinco mil calorías por hombre y día, a pesar de lo cual pecaba por claro defecto en cuanto a su monotonía, desequilibrio en glúcidos y proteínas y carencia importante de vitaminas.
Normalmente las necesidades de las dotaciones respecto a las proteínas, grasas e hidratos de carbono estaban cubiertas por la ración diaria, al menos en la fase inicial de los viajes, aunque las proteínas eran prácticamente de origen animal. Los hidratos de carbono estaban constituidos fundamentalmente por el bizcocho, el arroz y las legumbres secas, pero faltaban los de origen vegetal, presentes en las frutas, verduras y hortalizas frescas. La falta de agua provocaba deshidrataciones y un exceso en el consumo de alcohol (vino), que por regla general era la única bebida que no se estropeaba.
El fogón se situaba en el castillo de proa y consistía en una plancha de hierro sobre la que había arena, en la que se situaba el hogar de madera. Se encendía generalmente a partir del mediodía y se apagaba al anochecer. Era misión del contramaestre comprobar este último extremo. Realmente guisar a bordo constituía un autentico problema. El fuego debía mantenerse encendido con lo que el riesgo de incendio era permanente.
Cuando hacía mal tiempo, la dotación comía carne o pescado en salazón. Existía un despensero, encargado de pesar y repartir las raciones y un alguacil del agua, encargado de su distribución. Los oficiales tenían a veces ciertos privilegios, como un vino de más calidad, bizcocho blanco o bonito en lugar de atún. Pero cuando el viaje se prolongaba y los alimentos comenzaban a escasear, compartían con el resto de la tripulación el hambre y la sed.
Solían comer carne al menos dos veces por semana, consumiendo los cinco restantes arroz, pescado y legumbres secas. El queso era un componente importante de la dieta en los casos de mal tiempo. Normalmente se repartían entre uno y dos litros de agua por persona y día, pero si el viento cesaba o se producía alguna avería, la ración de agua se reducía drásticamente, para mayor sufrimiento de las dotaciones. Su reposición solo podía efectuarse mediante las correspondientes aguadas en zonas costeras.
Por Real Cédula de 5 de mayo de 1519, expedida en Barcelona, el Rey Carlos I dispuso el número de personas y cantidad de algunas provisiones que había de llevar Magallanes en la Armada. Martín Fernández de Navarrete incluyó en el tomo IV, de su “Colección de viajes y descubrimientos que hicieron por mar los españoles desde fines del siglo XV”, la relación de víveres que llevó la Armada del famoso navegante para el viaje a las islas de la especiería.