Dedicado a Catalina y su tropa de San Andrés.
Fue grande la sorpresa en toda la población que habitaba cerca del delta del Nilo, cuando un joven, bien parecido y enormemente rico ...
... -si bien había vendido todos sus bienes y los había dado a los pobres-, se encerró en una casucha de las afueras de un pueblo, y comenzó su vida de ermitaño. En efecto, con el deseo de estar más cerca de Dios, sin nada que los distrajera, una serie de personas, en este caso de egipcios, se recluían en minúsculas casitas, chozas o cuevas y vivían una vida de impresionante austeridad, incluso en aquellos tiempos de austeridad generalizada, donde el problema era poder comer lo suficiente todos los días.
Antonio, el futuro san Antonio Abad, cuya fiesta se celebra, desde el siglo V, el 17 de enero, nació el año 251, el mismo año en que “subió” al solio pontificio y fue excomulgado, el antipapa Novaciano, hombre de vastísima cultura que provocó un cisma, no doctrinal, sino fundado en rivalidades personales, pero que duró hasta el siglo Vll.
Corría la primera mitad del siglo lV (Antonio murió el año 356, esto es, con 105 años) y, como escribe José Orlandis, en el siglo lV, la Iglesia africana se escindía a causa de las distintas posturas adoptadas frente a los traditores, los que en la gran persecución de Diocleciano habían entregado los libros sagrados a las autoridades paganas. Esta escisión abocó en el Donatismo, debido a que en el año 313, en Cartago, Donato y Ceciliano reivindicaron simultáneamente la sede episcopal, pero fue elegido Ceciliano y los donatistas rechazaron la decisión de Roma y convocaron un sínodo en Arlés, en el que fue elegido Donato, lo que provocó un gravísimo cisma que dividió durante todo el siglo lV la Cristiandad africana en dos Iglesias, la Católica y la Donatista, cuyos secuaces más extremistas, los circulliones, que por motivaciones político-religiosas recurrían incluso a la violencia en zonas rurales. Por lo demás, la Iglesia africana de la época se distinguía por la celosa reivindicación de su autonomía interna, que provocaría una gravísima calumnia a Antonio, acusándole de querer fundar una institución independiente y separada de la Iglesia. (José Orlandis, EL PONTIFICADO ROMANO EN LA HISTORIA, Ediciones PALABRA, 1996, p.43). También, aunque en menor medida, Antonio también hubo de sufrir la influencia de la herejía arriana (Arrio -siglo lll- negó que Jesucristo tuviera la misma condición divina que Dios Padre y fue condenado en el Concilio de Nicea el año 325), entre otras herejías de escasa influencia y duración en el tiempo.
Lo que movió a Antonio a la vida de eremita, vida retirada y ascética, fue escuchar a un sacerdote las palabras de Jesucristo a un joven rico como él: “Ve vende lo que tienes, dalo a los pobres y sígueme”. Así, durante unos años, Antonio aprendió de los ascetas y luchó contra el demonio que se le aparecía en formas de animales feroces con ruidos atronadores para infundirle miedo y hacerle huir, pero él dominaba a aquellos animales con la oración y el ayuno. Sin embargo, la que seguía a esta primera tentación era mucho más peligrosa y difícil, ya que el demonio, después de que Antonio, que era casi un adolescente todavía, le hubiera vencido en su visión de fieras salvajes y temibles, se le aparecía en forma de las más seductoras mujeres que pudiera imaginar y que se le ofrecían de muchas maneras y durante horas. No obstante, de nuevo, una y otra vez, Antonio vencía con la oración y el ayuno.
Al parecer, una voz interior, le animó para llevar una vida de soledad absoluta. Sale del pueblo y camina durante días hasta encontrar, en unos montes, una tumba vacía, en la que puede acogerse y a un amigo que promete llevarle comida de vez en cuando. El diablo viendo el cariño que Antonio tiene por los animales, se le aparece, casi continuamente, en forma de hermosísimas mujeres que se le ofrecen y utilizan sus maneras y posturas más seductoras para inducirle a yacer con ellas. Tan dura es la lucha de Antonio, que un día, el amigo que le lleva la comida lo encuentra, según él, muerto, por lo que le lleva al pueblo, pero durante la preparación de los funerales Antonio vuelve en sí y a su refugio, si bien en esta ocasión recibe tales consuelos del Señor que su cuerpo es capaz de soportar la lucha contra las tentaciones demoniacas.
Naturalmente, la noticia de su aparente vuelta a la vida, corre de boca en boca y cientos de personas se le acercan para oír sus consejos y consuelos, con lo que Antonio, al cabo de los años vuelve a escuchar la voz que le apremia a la soledad y el silencio y marcha durante días, hasta encontrar entre unos montículos en pleno desierto, un pequeño castillo abandonado, en ruinas y con muchas serpientes a las que les pide que se vayan y le obedecen. Para aislarse, aún más, construye un muro que impide que nadie pueda entrar y como dispone de abundante agua, acuerda con otro amigo que le lleve comida dos veces al año (se recuerda que en Tebas el pan que fabricaban duraba comestible durante una año) y que le tire el pan por encima del muro y recoja las espuertas que Antonio hacía con sus manos.
En este refugio Antonio vivió hasta sus 55 años, resistiendo todos los días las fortísimas tentaciones contra su pureza. De nuevo, durante los casi 20 años que allí estuvo, el montículo se llenó de personas que acampaban y aunque no le veían, debía de tener tal fuerza su palabra, que dicho montículo se pobló de ermitaños, para los que Antonio constituía un ejemplo, una norma de vida, la manifestación del amor a Cristo y de la perfecta caridad. Más aún, desde su refugio refutó a filósofos y herejes arrianos quienes, sabiendo que Antonio era analfabeto, pretendieron ridiculizarlo. De hecho, su fama era tal, que hasta el propio emperador Constantino le pidió sus oraciones. Con todo, hubo de soportar otra terrible prueba al ser acusado, a causa del monacato que acaba de fundarse (Antonio nunca fue consciente de que había fundado un monacato), de independencia y separación de la Iglesia, si bien esa específica vocación cristiana triunfó con verdadero éxito.
Por última vez buscó la soledad, pero debido a su edad admitió la compañía de dos de sus discípulos. Por cierto, que un gran amigo suyo y también discípulo fue el futuro san Atanasio, el defensor más eficaz de la ortodoxia frente a la herejía arriana y que escribió a la muerte de Antonio su biografía.
Termino reproduciendo una frases de tres de sus biógrafos:
“Cuenta San Atanasio, que le conoció bien, cómo, a pesar de sus ayunos, de su austeridad, jamás exageró. Supo guardar siempre la justa medida; prohibió las demasías en la mortificación entre sus discípulos; enseñó a valorar sobre las cosas exteriores la pureza de corazón y la confianza en Dios. De ordinario mostraba una faz tan resplandeciente de alegría, que por ella le conocían quienes no le habían visto nunca antes. Murió sonriendo.” (Fray Pedro de Alcántara, O. F. M., SAN ANTONIO ABAD, Año Cristiano, 1959, Biblioteca de Autores Cristianos, p. 124).
“El padre del monaquismo es siempre un fuerte reclamo a una vida radicalmente evangélica, incluso en una coyuntura de secularización y tentación consumista como la moderna.” (Enzo Lodi, LOS SANTOS DEL CALENDARIO ROMANO, Ed. SAN PABLO, 1992, p.46).
“Dicen sus biógrafos que siempre se le vio alegre y con exquisita educación, lleno de un gran espíritu apostólico y en extremo vigilante por la integridad de la fe, llegando a convertirse en el paladín de la ortodoxia. Y, además, predicó con su ejemplo lo que es el camino necesario para cualquier cristiano a la hora de ser fiel, enseñando que los peores enemigos no son los de fuera, sino los que el ser humano siempre lleva consigo como “hombre viejo”: el afán desmedido de poder, el apego a la riqueza, el egoísmo, la lujuria o impureza. Inútil sería huir del mundo si no se planta cara, también en la soledad, a la soberbia. Quizá represente todo esto el cerdo que inseparablemente acompaña a “la estrella del desierto” -la tradición ha hecho a Antonio patrón de los animales- en la iconografía firmemente asumida y divulgada por los artistas como Brueghel, Teniers, El Bosco, Tintoretto, Veronés, Rosa y otros.” (Francisco Pérez González, Dos Mil Años de Santos, Ediciones PALABRA, 2001, p. 80).
Por consiguiente, resulta obligado que el próximo 17 de Enero felicitemos no sólo a los “Antonio”, sino a todas las personas que tengan mascotas.
Pilar Riestra