Manuel Pastor Martínez

Dos escritores americanos (Mencken y Lewis)

Manuel Pastor en St. Cloud, Minnesota (Marzo 2018)

26 MARZO 2018

Manuel Pastor Martínez | Lunes 26 de marzo de 2018
(...) Fueron dos liberales agnósticos y mundanos que evitaron caer en el nihilismo, que criticaron sin reservas las ideologías totalitarias del hombre-masa (comunismo, fascismo, nazismo, sindicalismo, etc.), que amaron la vida buena y la buena vida...

  • VIDAS PARALELAS: H. L. MENCKEN Y ORTEGA.
  • Que yo sepa, a nadie se le ha ocurrido hasta la fecha -aunque Albert Jay Nock lo insinuara en los años treinta- comparar al escritor norteamericano Henry Louis Mencken (Baltimore, 1880- Baltimore, 1956) con el español José Ortega y Gasset (Madrid, 1883- Madrid, 1955). Hay un primer dato similar: la vinculación personal muy especial de cada uno de ellos a la ciudad en la que nacen y mueren (“the Baltimore Sage” y “el filósofo madrileño”, son expresiones antonomásicas). Aparte del hecho notable de que ambos pertenecen a la misma generación en un sentido rigurosamente cronológico, y viven casi los mismos años (Mencken nace tres años antes y morirá un año después que Ortega), probablemente ninguno conoció la obra del otro, y desde luego en sus sendos numerosos escritos publicados no encontramos referencias de lo contrario. Sin embargo, sus vidas fueron paralelas y las coincidencias de sus pensamientos son biográficamente curiosas e intelectualmente interesantes.

    Ambos tuvieron una brevísima experiencia personal del país del otro. Mencken viajó a través de España en 1917, huyendo de la guerra europea, y visitó brevemente Madrid. Ortega no viajará a los Estados Unidos hasta casi el final de su vida, cuando asistió a una conferencia en Aspen, Colorado, en 1949, circunstancia gracias a la cual rectificaría –solo en parte (Julián Marías es excesivamente amable con su maestro)- su opinión anterior, a mi juicio muy errónea, sobre aquél país, condicionada por una inercia de “arielismo” y anti-americanismo chic muy típicos de los intelectuales españoles de las generaciones del 98 y del 14 (con las notables excepciones de Azorín y Unamuno). Es patéticamente significativo, por ejemplo, que Ortega no dedicara ni una sola línea al largo mandato presidencial de F. D. Roosevelt durante los años críticos para el mundo1932-1945, al que Mencken obviamente dedicó muchas páginas críticas. Cada uno de ellos no obstante representa muy cabalmente, en sus respectivos países, lo que un cursi marxista gramsciano llamaría un “intelectual orgánico” de la gran cultura burguesa, en el tránsito de la modernidad a la posmodernidad. En expresión del historiador de la literatura española Ángel del Río aplicada a Ortega, ambos fueron “corifeos del espíritu contemporáneo”.

    Comenzaré por destacar que ambos son maestros de sus respectivas lenguas, estilistas casi insuperables, aunque de estilos literarios muy diferentes: en Mencken predomina el sarcasmo, la sátira y el humor, aunque con gran rigor lingüístico; en Ortega, aunque no falta la ironía, hay demasiada seriedad y pretensión de rigor filosófico. Ambos son los fundadores de la moderna crítica literaria en sus países respectivos. Hay algo que los une desde el principio hasta el fin: la admiración por la cultura alemana y la filosofía de Nietzsche, el elitismo cultural, un auténtico liberalismo y el desprecio hacia las masas, el rechazo del fundamentalismo democrático (la “democracia morbosa”), y la aversión al exceso de estatismo y sobre todo al totalitarismo.

    En ambos casos ese liberalismo/libertarismo radical o conservador, según las épocas y circunstancias, era el punto de llegada o destino de una trayectoria biográfica que, Nietzsche mediante, les había hecho valorar intelectualmente el significado histórico y la importancia del héroe militar/político, desde Julio César hasta Otto von Bismarck. Ortega no ocultará esa admiración en sus ensayos y en su propia obra de filosofía política de madurez, La rebelión de las masas (pensada y escrita en los años 20). Mencken, aunque remiso hacia los modelos cesaristas, no disimulaba su orgullo de ser descendiente del príncipe alemán: una antepasada suya, Wihelmine Mencken (hija de Anastasius Ludwig Mencken, diplomático y secretario del gabinete de Federico el Grande), fue la madre del Canciller de Hierro, y entre los recuerdos favoritos del escritor americano destacaba la carta manuscrita de admiración personal que le había enviado el propio Kaiser, ya en el exilio, con motivo de la publicación de su libro, Notes on Democracy (1926), obra que expresa la misma percepción orteguiana de la “democracia morbosa” (en 1917) y su posterior tesis sobre el “hombre-masa”.

    En su erudito y clásico estudio Nietzsche en España (Madrid, 1967), Gonzalo Sobejano certifica que Ortega es el representante máximo y más genuino de la filosofía nietzscheana en nuestro país, durante la primera mitad del siglo XX, tanto en sus tesis racio-vitalistas de juventud como en su teoría de la razón histórica de madurez. Por su parte, Mencken es el verdadero introductor, y sobre todo divulgador, del filósofo alemán en Estados Unidos y en la cultura de lengua inglesa, a partir de su obra pionera The Philosophy of Friedrich Nietzsche (Boston, 1907), y en la introducción fundamental que escribe a su propia traducción de The Antichrist (New York, 1920). Ambos coinciden en subrayar su dimensión ilustrada y europeísta, por encima del nacionalismo alemán, y su preocupación por una fundamentación cultural y filológica rigurosa del conocimiento.

    Tal preocupación por el lenguaje es patente en toda la obra ensayística del español, y en el americano queda asimismo reflejada en el laborioso esfuerzo y las sucesivas ediciones de su obra magna, The American Language: An Inquiry into the Development of English in the United States (New York, 1919, con sucesivas ediciones aumentadas y con varios suplementos hasta la edición póstuma de 1963). La historia, que no el historicismo, es la base en que ambos escritores sustentan su peculiar filosofía existencial, liberal o libertaria, y en tal sentido, ambos rechazan las ramificaciones de tipo nacionalista o internacionalista en las ideologías totalitarias del siglo que les tocó vivir. Compartieron también una cierta admiración por Maquiavelo, Voltaire, Goethe y Schopenhauer.

    Aunque Ortega fue más sistemático en su obra filosófica, no deben olvidarse dos importantes tratados filosóficos que Mencken publicó: sobre filosofía de la religión, Treatise on the Gods (New York, 1930), y sobre filosofía moral, Treatise on Right and Wrong (New York, 1934). No llegaría a publicar el gran tratado sobre filosofía política equivalente al de Ortega en La rebelión de las masas, pero publicó un bosquejo en el popularísimo librito Notes on Democracy, antes mencionado.

    Resulta curioso que sus nombres aparecieran juntos solo una vez, en la primera página, con sendas citas, de la obra hoy poco leída pero que es probablemente una de las expresiones más sofisticadas del pensamiento libertario norteamericano: Our Enemy, the State (New York, 1935). Su autor, un original escritor independiente, amigo personal de Mencken y lector de Ortega, Albert Jay Nock. Más tarde ambos tuvieron también un ilustre admirador común, el gurú de liberalismo-conservador norteamericano y asimismo un gran escritor, William F. Buckley Jr.

    Nos llevaría muchas páginas comentar los paralelismos políticos y estéticos de ambos autores. Sabemos del interés de Ortega por la literatura, la crítica literaria y en particular la novela (Ángel del Río llegó a escribir que ejerció una “sutil dictadura intelectual en la vida literaria española”), y cómo mantuvo relaciones muy estrechas con los más importantes escritores de ficción en su tiempo, dedicándoles importantes páginas de crítica literaria (Azorín, Baroja, Valle-Inclán, Miró, Pérez de Ayala, Gómez de la Serna…). Mencken, así lo reconocieron los más reputados críticos como Edmund Wilson o Van Doren, fue también una especie de dictador literario y promocionó decisivamente a los grandes novelistas americanos de la primera mitad del siglo XX: Theodore Dreiser, Sinclair Lewis, Willa Cather, F. Scott Fitzgerald, Sherwood Anderson, James Cain…

    Los ensayos orteguianos de El Espectador, en España y La Revista de Occidente, como los de Mencken en The American Mercury, constituyen una de las cimas literarias de la cultura occidental durante el pasado siglo. La política fue para ambos una tentación permanente, pero al final se quedó en mero espectáculo: comedia, drama o tragedia (española para Ortega, alemana para Mencken).

    Fueron dos liberales agnósticos y mundanos que evitaron caer en el nihilismo, que criticaron sin reservas las ideologías totalitarias del hombre-masa (comunismo, fascismo, nazismo, sindicalismo, etc.), que amaron la vida buena y la buena vida, y particularmente las mujeres, aunque su admiración hacia ellas no estuviera exenta de ironía, como refleja el título de la obra del americano, In Defense of Women (1922), y cuyo contenido probablemente hubiera subscrito enteramente el español. Sobre todo, ambos fueron conscientes de pertenecer a una minoría selecta que hubiera liderado, si las circunstancias lo exigieran, una enérgica cruzada intelectual contra la “corrección política” y la mediocridad cultural.

  • LA EXTRAÑA PAREJA: SINCLAIR LEWIS Y DOROTHY THOMPSON.
  • Lo tengo dicho y lo repito. Minnesota probablemente tenga en su historia la lista más larga de políticos aburridos, tristes o, como diría irónicamente H. L. Mencken, boobs con pretensiones progresistas: Andrew Volstead (responsable de la infame ley sobre la Prohibición), Gus Hall (el siniestro dirigente estalinista), los mediocres Hubert Humphrey (aunque nativo de South Dakota está considerado como un político de Minnesota), Walter Mondale, Eugene McCarthy, Arne Carlson, Dave Durenberger, Paul Wellstone, Mark Dayton, Amy Klobuchar, incluso el soso y melifluo con pretensiones Tim Pawlenty (primero en avalar la desastrosa candidatura del casi senil John McCain en 2008), y los payasos Jesse Ventura y Al Franken (éste cuando era cómico profesional podía tener alguna chispa, pero como político es aburridísimo). Naturalmente la excepción –la brava congresista Michele Bachmann- confirma la regla.

    Entre los artistas es otra cosa (Judy Garland, Jane Russell, Jessica Lange

    -las tres Jotas-, Bob Dylan, Prince…), pero incluso en el gremio de los escritores también predominan los plúmbeos como Jon Hassler y Garrison Keillor, aunque tengamos asimismo las grandísimas excepciones de F. Scott Fitzgerald y Sinclair Red Lewis. En la literatura política, el último precisamente es autor de una de las novelas –del subgénero distopía (utopía negativa)- más interesantes y singulares del siglo XX: It Can’t Happen Here (1935).

    Aunque existían los precedentes de Ignatius Donnelly, Caesar’s Column (1889) y Jack London, The Iron Heel (1907), con sendos experimentos al respecto, la obra de Sinclair Lewis es sin duda la que marca una pauta en la novelística del pasado siglo sobre la génesis del totalitarismo, anticipándose incluso a las famosas parábolas cómica Animal Farm (1945) y dramática Nineteen Eighty-Four (1949) de George Orwell. Ciertamente existía ya el modelo en clave de ciencia ficción de Aldoux Huxley, Brave New World (1932), pero igual que en las fantasías tenebrosas de Orwell, el totalitarismo era más bien una metáfora, una racionalización llevada al siniestro absurdo, a partir de las experiencias históricas europeas del comunismo y del fascismo, en sociedades imaginarias. La originalidad en el caso de Lewis, quizás con el único precedente poco conocido de otra novela aparecida el año anterior de Nathael West, A Cool Million (1934), es que el totalitarismo se presenta como una posibilidad inmanente a la propia democracia americana.

    Pero si en el caso de West el referente es obviamente el nazismo o un fascismo radical -siendo por tanto su obra una contribución propagandística al frentepopulismo del momento (como posteriormente serán sesgadamente izquierdistas las novelas de Robert Penn Warren, All the King’s Men, de 1946, y la reciente de Philip Roth, The Plot Against America, de 2004), en el caso de Lewis como él mismo explicará es una advertencia, y es lo que hace más original a la suya, respecto a un peligro de sincretismo totalitario genérico, incluso antes de que se produjera el infame pacto entre Hitler y Stalin de 1939.

    Pues bien, todos los biógrafos y críticos de Lewis coinciden en que la inspiración y asesoramiento políticos del novelista fue en gran medida responsabilidad de su segunda esposa, la entonces célebre periodista, “American Cassandra”, Dorothy Thompson. Casados en 1928, formaban efectivamente una extraña pareja. Aunque el matrimonio no se deshizo hasta 1942, vivieron la mayor parte del mismo separados (ambos tuvieron diversos amantes y en el caso de ella incluso experiencias lesbianas) en una turbulenta relación envenenada por el alcoholismo de Lewis, y su incurable pulsión autodestructiva. Probablemente los meses que precedieron a la publicación de su obra, entre 1934-35, fueron los últimos en que se mantuvo una cierta convivencia en la pareja, incluyendo cortas visitas de ambos a la casa considerada por Sinclair Lewis “familiar” –más que la de Sauk Centre donde nació-, la de su hermano el doctor Claude Lewis en St. Cloud, Minnesota, en la rivera oeste del Mississippi (muy cercana precisamente a la que habito en el momento de escribir estas líneas).

    Sobre Dorothy Thompson ya está dicho casi todo en la excelente y definitiva biografía de Peter Kurth, y solo quiero subrayar la importancia de los múltiples artículos –más tarde convertidos en libritos- de esta extraordinaria mujer, en cuanto agudos análisis y temprana denuncia del emergente totalitarismo: The New Russia (1928), I Saw Hitler (1932), Dorothy Thompson’s Political Guide. A Study of American Liberalism and Its Relationship to Modern Totalitarian States (1938), etc. En ellos la Thompson demuestra una gran capacidad de percepción del siniestro fenómeno político que se avecinaba, intuyendo agudamente las similitudes entre el comunismo y el nazismo, las diferencias significativas entre éste y el fascismo italiano, e incluso algo tan peculiar y semioculto como el componente agresivo gay (los Butch frente a los Femme) en el partido de Hitler hasta 1934. La lengua viperina de H. L. Mencken diría exageradamente que las referencias a la pareja comenzaron siendo “Dorothy, la esposa de Sinclair Lewis” y terminaron como “Sinclair, el esposo de Dorothy Thompson”, lo que según el Sage de Baltimore contribuiría a acrecentar el complejo de inferioridad y desastroso final de Lewis.

    Aunque este implacable crítico sostenía que la gran producción literaria de Red había concluido en 1930, momento de obtener el Premio Nobel de Literatura tras publicar sus más famosos títulos -Main Street (1920), Babbitt (1922), Arrowsmith (1925), Elmer Gantry (1927), y Dodsworth (1929)-, lo cierto es que It Can’t Happen Here es una gran novela, en que la sátira político-social se combina con relámpagos de lo que hoy llamaríamos realismo mágico, y el resultado es estéticamente original y, a mi juicio, intelectualmente brillante. Un ejemplo: las referencias irónicas al New Deal y al socialista Norman Thomas como “socialfascistas”, definición entonces ortodoxa y contradictoria del estalinismo que Lewis invoca en el confuso clima ideológico del anti-fascismo frentepopulista.

    Las izquierdas progres nunca comprendieron tales sutilezas irónicas de un gran escritor que se estaba convirtiendo en un precursor de lo que hoy llamaríamos neoconservadurismo. La experiencia histórica del totalitarismo hizo de él un gentil neocon, absolutamente contrario a cualquier expresión de anti-semitismo y anti-sionismo. Esta última cuestión, la del Estado de Israel, es la que le distinguiría políticamente de su ex esposa, cuando Dorothy Thompson, que efectivamente nunca había tolerado el anti-semitismo (de hecho, aparte de Lewis, estuvo casada con dos judíos), experimentó una extraña mutación cuasi-mística que la llevaría a enfrentarse a los sionistas y defender incondicionalmente la causa de los palestinos. Entre estos había una minoría cristiana, pero el sagaz Lewis, a diferencia de la Thompson, pudo prever las consecuencias que llegaría a tener un movimiento dominado culturalmente por la ideología de un nuevo totalitarismo –como ha expresado una extraordinaria mujer que sabe de lo que habla-: “el sistema totalitario de creencia islámica” (Ayaan Hirsi Ali, Nomad. A Personal Journey Through the Clash of Civilizations, Free Press, New York, 2010, p.106).