Una vez más las incongruencias de la legislación electoral española dan como resultado una situación más que lamentable: la prevalencia de los golpistas en la acción política de Cataluña a pesar de ser minoría sus votantes en relación con los catalanes que rechazan la independencia de España.
Un apaño legislativo del señor Tarradellas allá por los años 80, todavía en vigor, y que prima la representación en el parlamento catalán de las provincias menos pobladas de Cataluña, desvirtúan los resultados de las elecciones del 21-D poniendo todo el poder político y económico en manos de los golpistas: mayoría absoluta de escaños.
La pedrea ha ido a parar a Ciudadanos, que con su victoria pone freno a la explosión de euforia del expresidente fugado y puesto a salvo de la justicia española en Bruselas, Carles Puigdemont, robándole por sorpresa el carro triunfal con el que soñaba volver a España.
La sensación que suponemos en Moncloa habrá de ser necesariamente de injusta derrota: el desagradecimiento de propios y extraños después de evitar el salto al vacío en que estuvo a punto de precipitarse la sociedad catalana en su conjunto llevada de la mano por la irresponsabilidad de los golpistas y la sutileza de la nueva política populista.
Volver a empezar no será cosa buena para nadie. Como no lo es no haber puesto término a un periodo de supremacía independentista prolongando sine die la incertidumbre, el enfrentamiento y, en definitiva, la frustración de todos.