Juan Manuel Martínez Valdueza

Legitimistas y avergonzados

El Congreso de los Diputados en 1977

10 NOVIEMBRE 2017

Juan M. Martínez Valdueza | Viernes 10 de noviembre de 2017
Traigo aquí hoy este ensayo, o reflexión más bien, sobre las dos partes en que se divide España si hablamos de política y políticos, quedando fuera lógicamente el asunto catalán, ya que fue escrito y publicado en dos entregas, los años 2005 y 2006. En el mismo ya figuran las preguntas -y sus respuestas- que, por fin, muchos españoles se hacen hoy sobre cómo es posible haber llegado a esta situación.

Traigo aquí hoy este ensayo, o reflexión más bien, sobre las dos partes en que se divide España si hablamos de política y políticos, quedando fuera lógicamente el asunto catalán, ya que fue escrito y publicado en dos entregas, los años 2005 y 2006. En el mismo ya figuran las preguntas -y sus respuestas- que, por fin, muchos españoles se hacen hoy sobre cómo es posible haber llegado a esta situación.

LEGITIMISTAS Y AVERGONZADOS (1) [1]

“Todo el mundo conoce la misma verdad. Nuestra

vida depende de cómo elegimos distorsionarla.”

Woody Allen, Deconstructing Harry, 1998

¿Cómo podrían desaparecer los iconos que sitúan hoy a los españoles, aunque no quieran, en uno de los lados? La izquierda y la derecha. Los legitimistas y los avergonzados. Unos acusando permanentemente. Otros, a la defensiva permanente. Las dos Españas que armaron la mano de algunos poetas y helaron el corazón de otros [2]. ¿Dónde está el origen? ¿Qué ocurre con los españoles? ¿Dónde está el límite? ¿Dónde y cuándo empieza todo? ¿Por qué?

Debería ser suficiente el estudio de nuestra historia para dar respuesta a tanta incógnita. Pero no lo es. La historia escrita, y desde sus manifestaciones más antiguas, es la narración que sigue a la interpretación subjetiva de los hechos por aquellos que la escriben o por los que la mandan escribir. Esta subjetividad tampoco es inocente. Suele ser traducción de intereses concretos, y su búsqueda y encuentro son necesarios para conseguir una aproximación a la realidad más fiable. Los ejemplos son todos. Cualquier hecho evidentemente ocurrido es descrito e interpretado de mil formas, dependiendo de las convicciones y objetivos previos de toda índole del que lo hace. Convicciones y objetivos. Política, en suma.

Semeja la contemplación de la historia la de un cuadro en el que, a cierta distancia, las formas son precisas y el conjunto claro, pero que al acercarse a él, éstas se descomponen en pequeños trazos, en golpes del pincel sobre el lienzo, aislados, sin sentido alguno.

El largo camino recorrido por los diferentes pueblos que han habitado y habitan la península Ibérica, desde que hay memoria de ellos, llega a nosotros, también, de muy diversas formas. A las distintas interpretaciones de los hechos realizadas por los historiadores, hoy día hay que sumar, como ocurrió en etapas anteriores, las que emanan del color político dominante e, incluso, y como consecuencia de la descentralización real con base en la Constitución de 1978, las procedentes de los diferentes territorios de la península. Estas últimas son las más llamativas porque pueden llevar a la conclusión de que, no ya el cuadro resultante, sino incluso el armazón de los hechos es diferente para cada una de ellas. Esta cuestión es muy importante, porque añade dos ingredientes más al desconcierto: el nacionalista y el generacional. El español de hoy, dependiendo del año de nacimiento y de dónde lo haya hecho, puede contemplar cuadros muy diferentes del pasado común.

Así, sin olvidar los intentos heroicos, y bien documentados, que algunos hombres y también algunas sociedades, o grupos, han realizado en los dos mil años anteriores para sacudirse la opresión de unos sistemas y formas de vida basados en el sometimiento de casi todos a los dictados de unos pocos –dictados generalmente injustos y casi siempre crueles–, es en el siglo XVIII, y a causa de los avances científicos y técnicos, cuando los vientos de ansia de justicia social recorren Europa de uno a otro extremo. Unas veces desde dentro de los sistemas –los ilustrados de diversa índole [3]– y otras al margen –las distintas y variadas revoluciones [4]–, las sociedades europeas y americanas avanzan lentamente hacia nuevos órdenes sociales más justos, más libres, más igualitarios, más tolerantes. Y en el siglo XIX estos órdenes van tomando forma imprecisa, a sobresaltos, conviviendo con los otros órdenes, alternándose, a un ritmo que más parece un juego de salón que un auténtico reajuste social.

El siglo diecinueve en España es un trauma continuo de principio a fin. Comienza con la pérdida de su soberanía [5] que recuperará pronto, y termina con la pérdida de sus territorios de ultramar 6, y de su alma. Entre medias, sucesión de guerras. Muchas guerras, con toda su atrocidad y muerte. Guerras de liberación 7, guerras de diseño exterior 8, guerras fratricidas 9, guerras coloniales 10… Un desastre absoluto en el que se cambia de régimen varias veces. La monarquía se va, vuelve, se divide en dos, la echan, la traen, la revolución vuelve a echarla y trae la república, luego la echan también, después otra monarquía, la echan, traen a la anterior 11

A lo largo del siglo no puede hablarse de dos bloques enfrentados, y eso por varias razones. La primera, los protagonistas de todas las tendencias son una minoría; la mayoría de la población todavía es una masa formada por individuos aislados por la necesidad de sobrevivir y la incultura. Por tanto, las diferencias se dirimen siempre entre unos pocos, eso sí, arrastrando a las gentes sin otra opción a los frentes de batalla que correspondan. La segunda es que las diferencias no afectan a los pilares básicos de la sociedad de entonces, y que son conceptos más anclados en la misma que su propia materialidad: Dios y España. El tercer pilar, la Monarquía como régimen milenario, o centenario, según se mire, ya ha quedado expuesto que no lo era tanto. Hay otras razones, pero son consecuencia de las anteriores.

Esta situación cambia conforme el siglo va llegando a su fin. La industrialización acelerada en Europa, y también en España, soportada por un capitalismo poco o nada humanizado, necesita mano de obra abundante y de bajo coste. La obtiene absorbiendo oleadas procedentes del campesinado que originan en las grandes ciudades, feudos de la pequeña burguesía y hábitat de las clases más favorecidas, una situación nueva: a diferencia de los campesinos, los obreros son muchos, están juntos y están cerca. Tan cerca, que están dentro. La organización entonces es posible, la presión también lo es, las causas para la presión son reales, y por tanto los enfrentamientos están garantizados. La cuestión de cómo se organizan y qué ideologías les dan soporte es accesoria. Podrían haber sido otras y el resultado el mismo 12.

En las primeras décadas del siglo XX, esta toma de conciencia torna en movimientos de carácter revolucionario, y poderosísimos 13. Se inicia un camino, el enfrentamiento directo y continuo con los poderes de la monarquía, que hace de esas décadas una lamentable sucesión de despropósitos por ambas partes. Acción violenta y terror protagonizados por los movimientos revolucionarios, a los que siguen represión y más terror por la otra parte. Así las cosas, la revolución al estilo ruso fracasa una y otra vez.

Los intentos desde dentro del régimen monárquico para normalizar la situación, incluida la dictadura del general Primo de Rivera, lo que consiguen es aglutinar a otras gentes, no precisamente obreros y campesinos, sino intelectuales de renombre, profesionales liberales, también gentes sencillas y trabajadoras no encuadradas en los movimientos obreros y, en definitiva, a los herederos de aquellos que, desde más de un siglo antes, soñaban con las libertades ligeramente esbozadas en la Constitución de 1812 y que una y otra vez tuvieron que correr delante de los guardias a lo largo del siglo XIX. La suma de estos últimos y de los movimientos revolucionarios es lo que va a permitir dar forma a la opción republicana14, aportando una credibilidad de la que la fuerza, solamente, carecía. Credibilidad interna y externa. La argamasa era la oposición a la monarquía.

¿Quién ganó las elecciones de 1931, que terminaron con el régimen monárquico español? Unas elecciones municipales para renovar concejales y alcaldes cuyo desenlace cuarenta y ocho horas después es la sustitución del sistema. La respuesta es clara: depende. Para la izquierda es claro que ganaron los partidarios de la república como modelo de régimen político. El apoyo de las masas proletarias y pequeño burguesas exigía el cambio sin demora. En otro caso, allá con las consecuencias. Era la oportunidad de oro para poner fin a la explotación de siglos por parte de las clases opresoras. El fin de la explotación del hombre por el hombre.

Burda mentira para la derecha. Para éstos, su victoria en las urnas fue ignorada por la coalición republicano-socialista y, empujando con las masas revolucionarias en la calle, asustaron en extremo al régimen monárquico, que decidió abandonar el escenario ante la perspectiva del previsible e inminente baño de sangre.

El hecho objetivo es que en las elecciones municipales del 12 de abril de 1931 ganaron los partidos monárquicos, 29.953 concejales elegidos frente a 8.855 republicanos, siendo estos últimos mayoría en la práctica totalidad de las capitales de provincia. Detalle este último que se transforma en la legitimidad del triunfo enarbolada por los republicanos. Eso sí, los resultados definitivos de dichas elecciones y el número de votos nunca fueron publicados, para nuestra desgracia de curiosos necesitados de encontrar respuestas.

Desde la izquierda, los hechos descritos no pueden entenderse si no se tienen en cuenta los antecedentes históricos que legitiman su conducta. Para ellos, más que un punto de partida es de llegada. Es el final del camino iniciado unas cuantas décadas antes con la toma de conciencia inicial de las clases no favorecidas.

Pero los principios sobre los que se apoyaba cada grupo y como consecuencia las políticas a desarrollar para transformarlos en realidades diferían seriamente. Aún así, el objetivo se cumplió. La II República fue proclamada dos días después de las elecciones entre la excitación y el alborozo de media España y el estupor y desamparo de la otra media.

Cuando se proclama la República se produce de forma inmediata el ataque virulento a los conceptos y patrimonio que sostienen a una parte muy importante de la población. Esta agresión convierte automáticamente al adversario político en el enemigo. Los movimientos revolucionarios desbordan a sus compañeros republicanos y se imponen en la calle. Tan es así que éstos, los republicanos, en los que conviven izquierdas y derechas, viven situaciones patéticas para controlar la situación. Es el comienzo del llanto de los intelectuales de buena fe y que no cesará hasta derramar la última lágrima, pocos años después.

La reflexión desde nuestro tiempo lleva a pensar lo difícil que debió ser para aquellas personas el que, en cuestión de horas, el mundo que les daba soporte, sus creencias, sus valores, aceptados como cosa propia desde generaciones, fueran atacados y convertidos en objetos de destrucción. Resulta fácil entender que ese colectivo reaccionara protegiendo sus credos, ensalzándolos, elevando a dogmas sus conceptos, tales como su idea de España, su religiosidad o su moral. Enfrente, todo se justifica por la lícita revancha histórica contra las desigualdades, contra la injusticia lacerante de siglos. La razón moral. Justificación recurrente para eludir compromisos. Para ignorar Constituciones y hasta para traicionar a los propios hermanos. El paso siguiente es identificar un bando en las ideas y trasladarlo a las personas. El otro ya no es el que posee más o menos, el que actúa bien o mal, sino el que piensa o aparenta ser de una forma determinada. La democracia formal deviene en dictadura real. Grave asunto.

En este punto se reconoce el primer elemento serio que puede empezar a aportar respuestas a las incógnitas planteadas. Y es la carencia de transición de un régimen a otro. La ausencia de pacto alguno que intente armonizar los aspectos positivos y comunes de ambas concepciones. Lo que no es propio, bueno o malo, se rechaza. Y lo que es peor, se destruye. En estas condiciones, la experiencia republicana también fracasa. El abismo está abierto, y la sucesión de hechos que llevan al enfrentamiento total no tiene en cuenta, entonces, las consecuencias que habrán de derivarse y que afectarán a muchas generaciones futuras. Una vez finalizado el conflicto armado, la gran caricatura está servida: la concepción de la política desde principios de izquierda o de derecha da paso a la personalización de la izquierda y la derecha en aquellos grupos políticos y personas que estaban en uno u otro bando de la contienda. Hasta los grupos de centro y de derecha republicanos, así como los nacionalistas de diverso signo, quedan asimilados al mundo de la izquierda. La derecha es definida por todos aquellos que tuvieron que ver con los vencedores. Y se acabó.

El segundo elemento que explica la situación actual se produce, lenta pero inexorablemente, a lo largo de las décadas de la dictadura de Franco.

Por un lado, los ideales convertidos en iconos en los que se basa la sociedad occidental avanzada desde el final de la segunda guerra mundial, tales como democracia, derechos humanos, justicia, libertad, etc., con otros, que garantizan la permanencia en el bando perdedor de los nacionalistas, como el derecho de autodeterminación, fueron identificados con la izquierda. Y la izquierda con la oposición a la dictadura, dejando fuera a otros grupos, también opositores, que se fueron diluyendo y, más tarde, ya en la Transición, desaparecieron. Evidentemente, los valores o principios contrarios a los expuestos fueron identificados con la derecha. Lejos quedaban ya las acciones contra la democracia, los derechos humanos, la justicia, la libertad, etc., llevadas a cabo por la izquierda antes y durante el enfrentamiento armado. El proceso fue una especie de limpieza de sangre de la izquierda, y los que vivimos nuestra juventud durante aquellos años, nacidos ya bastante después de la guerra civil, bebimos el elixir con fruición. ¿Cómo fue posible el proceso? El artífice fue el propio régimen franquista que, enquistado en su concepción política y religiosa, armó las conciencias de una parte importante de las nuevas generaciones, que se iban incorporando a la vida española y las empujó en una dirección: la única aparentemente posible para conquistar la libertad. O sea, la izquierda.

De esta forma, el bando perdedor, los rojos, asimilados como propios los valores buenos, e incrementadas sus filas con aquellos que aspiran a los mismos valores y que, además, a través de sus aspiraciones adquieren conciencia política que los enfrenta al régimen de los vencedores, son la izquierda. El resto son la derecha. Para ellos serán los carcas, la derechona, los fachas… En definitiva los otros, los inferiores intelectualmente, los que únicamente merecen una sonrisa displicente en tiempos de paz. Poco importa que entre los otros haya una gran masa de trabajadores que luchan diariamente por sobrevivir, sin más conciencia política que la de aspirar a una vida mejor para ellos y para sus hijos. Y que, al igual que en su bando, pensadores, científicos, escritores, artistas, periodistas, profesores, profesionales de toda índole, tan ciudadanos como ellos, desarrollen su actividad alcanzando las más altas cotas en todas las áreas del conocimiento y de la actividad humana. Sin embargo, no hay otra verdad ni otra posición. No hay calidad fuera.

Pero lo llamativo es que esa derecha, que ve como este proceso se extiende y penetra cada vez más, principalmentemente en los círculos intelectuales, va haciendo suyo el discurso y comienza a acomplejarse. ¡Son los malos! Hasta la palabra derecha, perdida ya su significación política, la siente como un estigma y de hecho llega a serlo. Excepto una parte mínima, identificada con las posiciones de extrema derecha, y que son realmente herederos de la sublimación de los valores atacados a principios de los años treinta y expuesta con anterioridad, el resto de los otros no sabe ni qué pasa ni dónde está. Para ellos, los valores ancestrales han vuelto a su sitio, a su escala cotidiana, y son compatibles con otras concepciones, incluso contrarias, sin que ello implique la imposición recíproca y excluyente.

La transición del régimen franquista a la democracia estándar y maravillosamente aburrida es un período excepcional y que va más allá de su enunciado. Lo que realmente muestra ese período de nuestra reciente historia, mucho más que la transición de un régimen totalitario a otro democrático, es la transformación de la base social representativa de las dos partes enfrentadas desde los años treinta, y la actitud que frente a esta transformación adoptan los sucesivos líderes herederos de las primitivas formaciones políticas. Hoy, cuando se analiza ese período, se hace hincapié en la grandeza de los políticos que propiciaron el gran pacto nacional que supuso la Constitución de 1978, renunciando todos a partes de su ideario. Enterrar el pasado y empezar de nuevo.

Pero nada más lejos de la realidad que esa lectura consensuada y feliz. Volviendo a la transformación de las bases sociales, en los años setenta los elementos que conformaban la sociedad de los años treinta han desaparecido. No se trata por ello de caminar hacia la transformación de la sociedad, que ya no precisa de procesos revolucionarios. ¡Se ha transformado sola! Y lo que queda es el reparto del poder. La administración del Estado. Esa es la cuestión que habrá de resolver la Transición. Y por supuesto la recuperación de las libertades formales. Sin ellas, nada es posible.

El cuadro político a la muerte de Franco presenta numerosas paradojas. Por un lado, el cien por cien del poder reside de hecho en las instituciones del Estado, cuya enorme inercia lo hace sólido e incuestionable. Por otro, las fuerzas políticas de oposición, de izquierdas y de derechas, caben en cualquiera de los cafés de época que todavía abundan en Madrid, y su poder es cero. El cambio de régimen podía haberse realizado perfectamente sin tener en cuenta a la oposición del momento. Las reglas del juego podían haber sido otras y haber impedido, por ejemplo, el retorno de todas y cada una de las formaciones políticas implicadas en la guerra civil de 1936, incluidas las del bando vencedor, considerando de este modo madura a la nueva sociedad española, y reconociéndole la capacidad de organizarse democráticamente.

Los partidos políticos históricos de la izquierda reciben la invitación al proceso y sus líderes tienen que restregarse los ojos para creer realmente lo que está sucediendo. Abandonarán cualquier supuesto ideológico de forma temporal, dejarán su historia aparcada, y quedarán a la espera de conseguir su parte en el reparto. La derecha reformista, desde el poder, organiza todo y se organiza a sí misma. La derecha histórica simplemente no existe. Referéndum legitimador, elecciones, Constitución, elecciones, y primer reparto real del poder en 1979. Todo ha salido bien. Los ultramontanos de ambos lados son barridos, y el poder en un país avanzado y en relativa calma da muchas satisfacciones. La derecha desquiciada y centrada gana las elecciones desde dentro. La izquierda, que ya disfruta del festín municipal, se impacienta. Aprovecho para recordar que aún no se han escrito, no se han contado, muchas de las cosas que ocurrieron aquellos años entre bambalinas, algunas de las cuales me tocó vivir tan de cerca, que todavía siento en la nuca el aliento de los pistoleros, y en la ropa el aroma dulzón del café y de los puros habanos que impregnaba el ambiente del elegante bar del Senado de España, testigo mudo de tantos chalaneos y miserias. El ideal tasado que la gente ignora. ¡Triste destino el del pueblo que deja de serlo sin llegar a haberlo sido!

En el cortísimo período que va de 1975 a 1979, parece cierta la correcta convivencia de los dos bandos. Pero, una vez verificada por la izquierda la posibilidad real de conquistar el poder, volverá a su aparcamiento y recuperará, de forma absoluta e inmisericorde, los elementos y argumentos de destrucción del enemigo, que no adversario político adverado por la democracia. La derecha se disuelve como un azucarillo, huérfana de legitimidad y henchida de vanidades, no sin antes haber sufrido episodios decimonónicos como el del 23 de febrero de 1981, en el que nuevamente aparecen oscuras relaciones entre militares y políticos de distinto signo, empeñados en salvar España de manos ajenas a las suyas. Son pocos los que lloran en octubre de 1982 la conquista definitiva del poder por la izquierda. Pero los que lo hacen no son exclusivamente de la derecha. Formaciones políticas de izquierda surgidas de los ideales y no del pasado, y que han compartido el poder municipal durante los años anteriores, han comprobado por sí mismas los conocidos métodos de laminación como respuesta a la denuncia, o simple discrepancia, que se pone de manifiesto por algunos como consecuencia de actuaciones claramente no democráticas e incluso delictivas. En los medios de comunicación, y por mayoría absoluta en consonancia con los resultados de las elecciones, se festeja con alborozo la victoria. Años de pana y rosas se anticipan por doquier entre blancas nubecillas que destacan más si cabe el azul del cielo madrileño exportado hábilmente en los anuncios publicitarios de la izquierda triunfante.

Como en los viejos tiempos –hay que remontarse a la victoria franquista de 1939 para encontrar antecedentes similares– la purga puesta en marcha por los socialistas en todos los niveles de la Administración del Estado es completa. Y donde no puede llevarse a cabo por razones técnicas, se crean los mecanismos necesarios para que el control sea posible. Justicia, Ejército, enseñanza, diplomacia, servicios públicos de toda índole, son invadidos por miles de sus partidarios con paga y toma de posesión, que entran por las sucesivas puertas falsas y que conforman una auténtica quinta columna al servicio de los intereses políticos de la izquierda, que bien engrasados serán garantía futura de control del Estado en circunstancias electoralmente adversas, como más tarde ocurrirá.

Pero el expolio sistemático de las arcas del Estado por parte de algunos de los posesionados –amén de la peculiar política económica desarrollada–, y el poco respeto a las normas democráticas desde las instancias más diversas del poder, terminan con catorce años de soles y de sombras a pesar de los sucesivos intentos de inversión social llevados a cabo con el más puro estilo goebbeliano. Dos son las principales consecuencias del primer período socialista (1982-1996) que, como el franquista, marcarán el camino a generaciones: el rearme de la derecha y el fortalecimiento de los nacionalismos.

La victoria en las urnas de la derecha en 1996 supone el final de la farsa de la que todos hemos participado y que ha pasado a la historia como Transición. Es en ese momento cuando se resuelve una de las mayores incógnitas del moderno período socialista: su aceptación de la voluntad popular y su abandono formal del poder. Era un examen que en su centenaria historia el partido socialista todavía no había superado, y que esta vez sí lo pasó. Lo que no pasó, sino todo lo contrario, y es una de las causas del rearme de la derecha, es la frustración generada en una parte de los españoles que, como ellos, y con el mismo derecho que ellos, tenían por ideales los que sirvieron de bandera a la izquierda –a los que ya he hecho referencia– y que comprobaron que los abanderados tenían poco o nada que ver con las banderas. Por su parte, la derecha, único recipiendario de los anteriores, lo es por la catarsis que durante ese período sufre. Libre al fin de naftalina, de vanidad privilegiada, surge vital encarnando el progreso frente a la progresía, la honestidad aparente frente a la corrupción enquistada. Y es una opción posible que muchos probarán no sin recato.

La segunda consecuencia del período socialista es más compleja, grave, y es probable que aún queden por escribirse las páginas más trágicas. De las inversiones sociales intentadas, las únicas que han triunfado, pero no del todo, y eso es lo que reviste la situación de mayor gravedad, es la inversión nacionalista. Que por otro lado es pura paradoja, ya que el ideal laico e internacionalista, que es el socialista, se alía con el fanatismo religioso y tribal, que es el nacionalista. Naturalmente que hay razones históricas para esa alianza, pero el pragmatismo aplicado en otras cuestiones –como por ejemplo en el binomio monarquía-república– era mucho más necesario en la cuestión nacionalista. Y digo pragmatismo necesario, porque más allá de las imposibilidades constitucionales, es ceguera política, o simple irresponsabilidad, no ver que la cuestión de la unidad de España es el único asunto que nos puede llevar, a nosotros o a nuestros hijos, o a nuestros nietos como mucho, a un nuevo enfrentamiento civil y repugnante. Allá el que no quiera verlo.

Durante el período de gobierno de la derecha, 1996-2004, se desvanece nuevamente la ficción de convivencia respetuosa de los unos y los otros. Mientras que la derecha aceptó como cosa normal los actos de gobierno de la izquierda, ésta vuelve a esgrimir la razón moral para deslegitimar de forma permanente los actos de gobierno de la derecha. Sean éstos los que sean y afecten al ámbito que sea. Tanto da que estén soportados por la voluntad popular mayoritaria depositada en las urnas. Política internacional, de enseñanza, de seguridad, de inmigración, etc. Cualquier cosa. A las barricadas de papel, de las ondas, o de la calle. La toma del poder como sea. Es conveniente recordar aquí que esta conducta no es nueva y es doctrinalmente coherente. Los supuestos en que se basa, y su recuperación formal puede verse en hechos como el homenaje a Largo Caballero, con estatua incluída, en los patios de los Nuevos Ministerios de Madrid ofrecido por el gobierno socialista en 1986, son antiguos y co-nocidos. Recomiendo comparar las estrategias –contenidas en sus programas electorales y en sus mítines de los años treinta… de Largo Caballero y de Hitler, cuando ambos se proponían llegar al poder, y desde dentro destruir a sus respectivas repúblicas. Cada uno cumplió con su papel a su manera.

Siguiendo con los gobiernos de la derecha, y sé que para nada les gusta que así los denomine, muchos españoles frustrados y resignados por la herencia decimonónica y noventayochista del complejo nacional, vieron cómo se rescataban poco a poco de la historia los elementos positivos aportados al mundo por España y que otros habían enterrado para siempre. La recuperación paulatina del patrimonio sepultado por nuestros muy queridos enemigos ancestrales, al norte y al sur, les parecía un bálsamo reparador de las injustas heridas de la historia contada y asumida porque así toca. Una política independiente de Francia, por ejemplo, tan empeñada desde siempre e incluso hoy en disminuir España. Una política de contención e igualdad y no de sumisión con Marruecos, por ejemplo, que desde el siglo quince añora recuperar el paraiso perdido por el rey chico. Una política de defensa contra el terror fundamentalista, por ejemplo, cuyo objetivo irrenunciable es la destrucción del modelo occidental de vida y regocijo. Una política económica de presencia en los mercados internacionales, por ejemplo, recuperando a poquitos lo que otros europeos más laicos y más listos nos arrebataron con ceño. En definitiva una posición acorde con su historia pasada, su desarrollo presente, y su potencial futuro.

Pero para los que así pensaban fue un espejismo. La maquinaria de la izquierda se puso en marcha y, en un abrir y cerrar de ojos, a la grupa de las bombas de marzo, con su resplandor cegando el entendimiento de muchos, recuperó el poder. La derecha lamenta su mal fario y es pronto para saber qué pasará en un futuro. Por el momento, la izquierda ha desandado el camino y de nuevo España habla francés con acento alemán y un cierto deje morisco. Las fotografías se convierten en cuchillos, y en el menú se sustituyen las hamburguesas y el rosbif por el patè de foi y la salchicha de frankfurt.

Pero el cambio de menú no es más que la punta del iceberg del cambio puesto en marcha en el segundo período socialista. Un observador imparcial de la actualidad española, si lo hubiere, quedaría perplejo al contemplar cómo de forma sistemática la minoría dirigente va recuperando los fragmentos putrefactos de nuestra historia y, como si del mármol del forense se tratara, los planta en la cara de una sociedad ajena y preocupada por las cuestiones que le toca vivir en su tiempo, y para la que todo eso forma parte del tiempo pasado; del tiempo vivido por sus mayores; del camino andado y que nos ha llevado a lo que hoy somos: plurales, mezclados, libres, ¡libres! producto de todos los errores y de todos los aciertos de los que nos antecedieron. Y el observador imparcial, una vez pasada la perplejidad, se echaría a temblar al sentir por anticipado las consecuencias que nos traerá a todos los españoles tan irresponsable conducta. El observador imparcial sabría, porque previamente se habría preocupado de conocer, y seguro que conocería, el comportamiento del hombre a través de la historia. Y sabría perfectamente que no hay acciones sin reacciones. Que las torpezas de los dirigentes se tasan en muertos. Que las deudas se heredan, sí, pero que las deudas históricas no se cobran. ¡Las paga la propia Historia! Ciertamente, los nietos no saben lo que hacen. Y es probable que sea simplemente una cuestión de cultura. Bueno, de conocimiento. A mí me cuesta pensar que los nietos crean realmente que la historia pueda volver a escribirse. La historia, para bien y para mal de los unos y los otros, ya está escrita. Recuperar la memoria histórica es conocer y sentir. No es desenterrar a los muertos de un bando. Si es así, los muertos del otro bando lo más probable es que se revuelvan en sus tumbas y también quieran o exijan salir de paseo.

He apuntado lo que creo son los orígenes del enfrentamiento ideológico de los españoles, que hoy no lo es tal. Estoy convencido de que los términos progresía, derechona, etc., no encierran significación política alguna, sino de pertenencia a uno de los dos bandos. Y encuentro las mismas construcciones personales en ambos bandos. Con la misma calidad intelectual y personal. Pero no soy optimista. Desconozco el propósito de las élites que incitan al enfrentamiento permanente, una vez repartido el botín del Estado. Y si todo es una broma, una representación teatral, que lo digan antes de que sea demasiado tarde.

LEGITIMISTAS Y AVERGONZADOS (2) [15]

Julio de 2006. Ha pasado un año desde mi primera reflexión sobre la cuestión del enfrentamiento ideológico de los españoles, una de cuyas conclusiones fue la incomprensión del propósito de las élites políticas al estimular de forma permanente ese enfrentamiento, y eso aun después de consumado el reparto del botín del Estado como fin último de las mismas.

Transcurrido este año, debo reconocer que algunos de los supuestos en los que apoyaba mi reflexión adolecían de los mismos males que trataba de analizar. La buena fe o el desconocimiento de la historia reciente como justificación de las posiciones y acciones políticas de unos; cierto pudor en otros para asumir el pasado sin poner en cuestión su marchamo democrático. Pues bien, por un lado queda descartada de forma rotunda la ignorancia y, por el otro, se incrementa también rotundamente el complejo de la bastardía democrática.

Así, la sociedad española camina a su aire y no es difícil constatar una cierta inquietud, cada vez mayor y más generalizada, reflejo de que las cosas en España van cambiando y España misma también. Hacia donde nos lleva ese cambio, el punto de no retorno, su beneficio, su coste, son, entre otros, la inquietante urdimbre sobre la que estamos obligados a tejer nuestro paño, que no habrá de ser de lágrimas necesariamente. Entre otras razones porque la libertad, una vez conquistada, una vez pagado su precio por generaciones –por muchas generaciones–, forma parte del alma misma de los españoles y, a pesar del empeño de algunos, e incluso de muchos, su pérdida es imposible sin perder al tiempo el alma misma.

Conviene destacar, antes de seguir con esta segunda reflexión, que al entrar en ella se corre el riesgo –aun no saliendo de la más estricta objetividad posible– de traspasar la línea definida por los unos como revisionista y que margina intelectualmente a quienes se atreven a ello. Y también, que son muchos los que estando de acuerdo con el paisaje que se dibuja tras esa línea, no son capaces de exteriorizar los sentimientos que ello les produce, ni la sensación de serenidad que les invade, al comprobar que sus íntimas convicciones no son producto de una acomplejada visión de la Historia y de sus propias vidas y protagonismos. Ese paisaje es el soporte honesto y la demostración intelectual de sus ideas y de sus ideales. Y, sin embargo, el peso del complejo aún pervive, impidiéndoles, tristemente, dicha exteriorización.

Apuntaba también, un año atrás, que un error muy grave de la Transición había sido el permitir que formaciones políticas protagonistas directas del cruel enfrentamiento de los años treinta –de 1930 a 1939– renovaran con armas y bagajes su protagonismo político en la nueva sociedad española de los años setenta.

Si analizamos la situación hoy, treinta años después de los inicios de la Transición, vemos con estupor que los últimos procesos electorales han configurado en España una situación política espectacular. De un lado gobiernan la mayoría de las instituciones españolas los partidos políticos que fueron beligerantes directos en la Guerra Civil, en el bando de los vencidos; del otro lado, nadie.

Por pura lógica, los nietos de los vencidos, sin los nietos de los vencedores enfrente, y superada la generación acertadamente pragmática y oportunista de sus padres, están en la obligación de reivindicar no sólo la memoria, sino los principios y razón de ser de su propia historia: la Segunda República, con toda su carga real y mítica de utopía y sacrificio. Es, por tanto, perfectamente lógico que comunistas, socialistas y nacionalistas, anuden alianzas –incluso contra natura– en aras del más elevado fin de poner las cosas en su sitio, aunque tal sitio nunca existiera, y cumplir así el sueño que durante tantos años de exilio y marginación –interior y exterior– fue anhelado, llorado, deseado, vivido.

Y parece perfectamente lógico también que, al no tener los vencidos enfrente a los vencedores, pues se los inventen para que, de este modo, la revancha recuperadora no quede sólo en colorido manifiesto al estilo de la Asociación Histórico Cultural Voluntarios de Madrid, sino que, por el contrario, sus acciones se claven como dardos en amplios sectores de ciudadanos con nombres y apellidos.

Porque eso es lo que está pasando. Muchos miles de ciudadanos que ni por lo más remoto hace unos pocos años podían pensar en justificar e identificarse con los vencedores de aquella ruin confrontación, hoy miran a su alrededor buscando refugio precisamente en ellos, y precisamente por lo expuesto. Es, a lo que parece, la definición personal urgente y necesaria que generan los tiempos de crisis, históricamente empujados por iluminados creídos de su capacidad para cambiarle el paso a la sociedad, e incapaces en su ignorancia de calibrar las consecuencias de su ingenuidad.

El paso siguiente ya nos lo ha mostrado la historia en más de una ocasión. Es de esperar que, en este caso, estemos a tiempo todos de evitarlo porque, de no ser así, más bien temprano que tarde veremos surgir, en lícita lógica, las estructuras políticas con sus correspondientes grupos de acción que den forma al invento de los nietos de los vencidos, esto es, a los nietos de los vencedores y, de esta manera, como un sino fatal, volver a empezar.

Resalto aquí la paradoja, al menos sorprendente, de que aquellos partidos políticos que en su momento no representaron más que una fraccción de la voluntad popular; que no aceptaron la democracia republicana sino como temporal trampolín que les facilitara el camino hacia la revolución proletaria y excluyente; que fueron no ya colaboradores necesarios sino impulsores persistentes del mezquino enfrentamiento, setenta años después coloreen la mayoría de los escaños del Congreso de la España moderna, culta y desarrollada.

La visión expuesta causa el mismo pasmo que imaginar al otro marginal quince por ciento de aquellos tiempos, con parecidas actitudes y contrapuestos fines, llenando hoy los mismos escaños de falangistas, tradicionalistas y nacionalistas españoles, si el reparto de papeles hubiera sido el inverso.

Resalto también, por necesaria, la visión redentora del centrismo político, verdadera utopía y verdadera representación de la sociedad española, tanto en la Transición como en los años treinta, y cómo sus intentos de vertebración han sido en ambos casos objetivo a batir por las minorías embaucadoras e iluminadas de ambos extremos.

Salvando lógicamente las distancias entre una y otra formación política y sus orígenes, conviene recordar el devenir del Partido Republicano Radical durante la Segunda República y el de la Unión de Centro Democrático en la Transición. Ambas, y representando a la mayoría de los ciudadanos, fueron abatidas de forma inmisericorde, forzando la configuración de dos bandos antagónicos. Tal abatimiento fue posible, en los dos casos, porque al fuego de los cañones de los extremos políticos y de los nacionalistas, a su mendacidad política, se sumó la traición de los que, dentro de sus murallas, abrían las puertas por la noche al viejo estilo de los godos frente a los invasores musulmanes. A los Martínez Barrio, Rodríguez de Miñón y un largo etcétera les corresponde el dudoso honor colaboracionista en tamaña destrucción de sueños.

El camino iniciado, en lo que a la recuperación de la memoria histórica se refiere, tiene elementos no solamente respetabilísimos sino absolutamente necesarios. Propugnar y luchar por conseguir la paz de los que nos precedieron y murieron en defensa de sus ideales es deber inexcusable de todo bien nacido. El reconocimiento de nuestros antepasados y la recuperación en su caso de sus reliquias –reliquias, que no cadáveres– será lo que dará paz y hará justicia a su memoria. Pero una acción tan elevada como la expuesta, que dignifica no sólo a los mártires sino a quienes la desarrollan, deviene en ponzoña si además pretende la ofensa de la memoria de los mártires del otro bando. Es una ingenuidad blandir las fosas de Franco y pretender que no les caigan encima, de forma inmediata, las fosas de la República a quienes así lo hacen.

El juego de los símbolos asociados a periodos históricos, o a hechos concretos, siempre ha sido muy apetecido. Y se equivocan aquellos que no le dan la importancia que realmente tiene. El rastro de las sucesivas imposiciones de unos sobre otros se sigue también a través de los símbolos, y sobre todo de aquellos que exteriorizan su origen con voluntad de permanencia –monumentos, esculturas, denominaciones callejeras, etc.–, o los más directamente representativos de la propia identidad.

Esto es tanto así que, como anécdota, refiero la pompa con que los franceses se hicieron devolver ¡doscientos ochenta y tres años después! la espada de su rey Francisco I, vencido y preso por el soldado español Juan de Urbieta en la batalla de Pavía el 25 de febrero de 1525. Ocupado Madrid por las tropas del general Murat, su primera exigencia en marzo de 1808 fue reclamar la susodicha espada, que con orgullo se conservaba desde tanto tiempo atrás en la Armería Real de la Villa y Corte. La Gaceta de Madrid, boletín oficial de por entonces, describía de este modo la ceremonia de humillación y entrega:[16]

“En el testero de una rica carroza de gala se colocó la espada sobre una bandeja de plata, cubierta con un paño de seda de color punzó, guarnecido de galón ancho brillante y fleco de oro; y al vidrio se pusieron el armero mayor honorario Don Carlos Montagís y su ayuda don Manuel Frotier. Esta carroza fue conducida por un tiro de mulas, con guarniciones también de gala, y a cada uno de sus lados tres lacayos del Rey, con grandes libreas, como asímismo los cocheros. En otro coche, también con tiro, y dos lacayos a pie, como los seis expresados, iba el Exmo. Señor Caballerizo mayor, acompañado del Exmo. Señor Duque del Parque…”

Es de esperar que las nuevas leyes de recuperación de memorias, símbolos, etc., rebajen el tono de las humillaciones formales y que, como así viene siendo, los dictadores sigan siendo descabalgados con nocturnidad, los archivos despojados por la puerta de atrás, y los rótulos callejeros desclavados aprovechando el solaz veraniego de los pobladores.

También es de esperar, y dado que las nuevas leyes tienen el propósito de no ir más allá de lo que la razón exige, que, aunque no cabalguen, también sean retiradas de la exposición pública aquellas estatuas, rótulos y demás reconocimientos, que los años de transición y convivencia consintieron como prueba de lo que ahora se cuestiona. Es decir, la honra de los vencidos.

Pero no soy optimista. La experiencia de un sector de la izquierda recuperando memorias, la reciente y la un poco más lejana, demuestra hasta qué punto jamás han tenido en cuenta la sensibilidad de los que no son de los suyos. De la menos reciente, me viene a la memoria la rotulación de calles emblemáticas –como es la calle Mayor de Madrid–, cuyo nombre pasó a ser en 1936 el de un terrorista muy culto y muy letrado, Mateo Morral, que no vaciló en arrojar desde un balcón de la citada calle su utopía en forma de bomba –eso sí, envuelta en flores– al paso de la comitiva real y del pueblo llano de Madrid, en 1906, desparramando la calle de muertos y heridos. Pero era anarquista y masón y su memoria fue recuperada treinta años después sustituyendo el monumento a las víctimas que al efecto se levantó en el lugar de su felonía, por su desde la izquierda venerado nombre.

Y como quiera que los hechos son machaconamente tozudos, en relación con la recuperación más reciente sugiero al lector que, si no la conoce, haga por conocerla y, en caso contrario, que la visione de nuevo. Me refiero a una película española de 1996 cuyo título es Las libertarias. En ella queda clara la posición, no sólo de los anarquistas nostálgicos, sino de parte de la izquierda militante y progresista española, en cuanto a cómo debe ser la recuperación de la memoria histórica a que ellos se refieren. No basta el desquite, ni la deformación de los hechos[17], ni la asignación estética de los colores. Es mucho más. Es el recurso a la mística, si no hay otra forma, para justificar los crímenes más abominables; la asociación permanente de la bandera española con los actos más execrables, y del sentimiento religioso con la aberración intelectual. Provocación y ofensa. Injuria y desprecio. ¡Qué lejos de la reconciliación cantada! ¡Qué lejos de la libertad! ¡Y qué lejos de la verdad! Aunque claro, se trata de una película: sólo es ficción…

Si de la estructura del Estado que da soporte a la nación española hablamos, no parece muy inteligente el proceso reformador puesto en marcha, habida cuenta del origen uniforme de las explosiones de júbilo desatadas por el mismo. La general desidia tampoco debería confundirse con la general aprobación, y eso se verá cuando la tensión de la cuerda rompa ésta y, riesgo seguro, sus pedazos azoten las caras que por azar se encuentren cerca. Desgraciadamente, porque los latigazos raramente son justos ni sus merecedores suelen estar a su alcance.

Es evidente que estas reflexiones se hacen desde la visión unitaria de España. Visión más o menos compartida, pero que es la que recoge la Constitución de 1978, por lo tanto legítima, legal y real, incluyendo la incuestionable y libérrima forma autonómica de gobernación. ¿Se cuestiona en estas reformas la soberanía del pueblo español en su conjunto? ¿Se cuestionará en el próximo futuro? A algunos les parece que sí y a otros que no. Y dado que en cuestiones como ésta los distintos pareceres tendrán que rendirse en su momento a los hechos, pues ya veremos todos quién tiene razón.

No es precisamente agradecimiento lo que debemos los españoles a nuestros políticos, desde los Osorio a los Zapatero, por haberse inventado, creado y alimentado al monstruo fatuo, egoista y desintegrador del nacionalismo actual. Se me dirá que el nacionalismo no es un invento de los políticos de la moderna España. Y estoy de acuerdo. Pero este nacionalismo, sí. Su poder y su fuerza. La inversión nacionalista sí ha sido consecuencia directa de las políticas aplicadas por los distintos gobiernos centrales en cuestiones como la enseñanza, la lengua y tantas otras, disponiendo criterios de discriminación positiva contaminados por el innecesario germen de lo antiespañol como catalizador de los mismos, en lugar de desarrollar vínculos integradores de las diferencias en la realidad común de España.

¿Que no hay marcha atrás? Ya lo creo que la hay. Aunque el adelgazamiento siempre es más costoso que el engorde, con la dieta adecuada y el tiempo necesario las líneas suelen ser recuperables, bien que la primera deba ser escrita en diferentes lenguas vernáculas para su mejor comprensión, y el segundo no lo marque el calendario electoral.

Cuando con asiduidad paralizante los medios de comunicación muestran a aquellos que han optado por el camino del odio y de la muerte como peculiar estrategia política, pavonear sus crímenes investidos de legitimidad y reducir a sus víctimas al papel de criminales fascistas, una y otra vez, consiguiendo de hecho fijar en las adormecidas mentes ciudadanas tan infecta asociación, a algunos nos parece que ya es hora de elevar la queja a grito; de poner nuestras gargantas al servicio de los nuestros; de los que son matados y no matan, que todo es tan confuso ya que quien la voz eleva no parece clamar justicia sino turbar el sueño de los malos que, porque ahora toca, ya son buenos.

Y si los malos son miles, también los nazis lo fueron y millonarios fueron sus crímenes. Con votos democráticos aquellos, como éstos. Recorriendo las calles tras pancartas y banderas, como éstos, acobardando al resto. Tomando la calle, dicen. Pero, y ahora os hablo a vosotros, a los malos: no debéis perder de vista que los buenos somos muchos. Somos muchos más que vosotros y, aunque en casa y no en la calle, y más lentos, llegado el punto también seréis barridos, como el polvo. Como los nazis lo fueron.

Yo comprendo que es molesto bajar al detalle más allá de la hipoteca o la pensión; del sms o la tdt; del colegio de los niños o el fin de semana; del carné por puntos o el mundial de fútbol, el paro, la inmigración, la obesidad, el tabaco… Pero qué le vamos a hacer. Así son las cosas hoy en España.

Juan Manuel Martínez Valdueza

[1] Publicado en Con poco tiento, Editorial Huerga y Fierro, Madrid, 2005.

[2] En 1936 Rafael Alberti participa activamente en la depuración de los miembros de la Real Academia de la Lengua considerados de derechas, desde la Alianza de Intelectuales Antifascistas. Más tarde, cuando las cosas cambian, destacará por sus esfuerzos, junto a su mujer María Teresa León, en la evacuación de intelectuales republicanos de Madrid a Valencia.

Antonio Machado refleja en su poesía la angustia que origina en los grandes hombres la sabiduría, que lleva a la duda permanente: Ya hay un español que quiere / vivir y a vivir empieza, / entre una España que muere / y otra España que bosteza. / Españolito que vienes / al mundo, te guarde Dios. / Una de las dos Españas / ha de helarte el corazón

[3] La Ilustración es un movimiento que afecta a todos los órdenes del complejo entramado que sostiene a las sociedades europeas y americanas. Ciencia, filosofía, política, economía, religión, encuentran en los ilustrados el camino de la modernidad, sustituyendo en sus principios el dogma por la razón y la imposición por la tolerancia. Daría origen en la mayoría de los estados europeos al despotismo ilustrado y, ante el escaso efecto transformador del mismo, sería el germen de las revoluciones de carácter burgués del siglo XIX.

[4] En 1820 hay revoluciones en Alemania, España (Pronunciamiento de Riego), Francia, Nápoles, Piamonte, Portugal y Rusia. En 1830, en Bélgica, de nuevo en Francia, y en Polonia. En 1848 en Alemania, en Austria, en Francia y en Italia. En 1854, en España. En 1868, de nuevo en España. Con resultado desigual, la mayoría de ellas fracasa aunque el avance constitucional es incesante.

5 Abdicación de Carlos IV ante Napoleón en 1808.

6 1898. Guerra con los Estados Unidos cuyo resultado es la pérdida de Cuba, Puerto Rico y Filipinas.

7 Guerra de la Independencia (1808-1814).

8 Guerras en: 1801 con Portugal; 1802 y 1805 con Gran Bretaña; 1859-1860 y 1893-1894 con Marruecos; 1862 en Méjico; 1898 con Estados Unidos.

9 Guerras carlistas: 1833-1840, 1846-1849 y 1872-1876.

10 Guerras en: 1810-1824 en las colonias de América; 1868-1878 en Cuba;

11 1808, Carlos IV se va; 1808-1814, los franceses; 1814, Fernando VII vuelve; 1868, revolución y salida de Isabel II; 1868-1871, Gobierno Provisional; 1871-1873 Amadeo I; 1873-1874, 1ª República; 1874-1875, Gobierno Provisional; 1875, Alfonso XII vuelve.

12 El movimiento obrero es catalizado por las ideas marxistas y anarquistas. Más tarde entrarán en juego los movimientos obreros católicos.

13 En 1919 el sindicato anarquista CNT tiene más de 700.000 afiliados, y el socialista UGT en 1923 supera los 200.000.

14 En agosto de 1930 se reunen en San Sebastián intelectuales y representantes de las fuerzas políticas republicanas, alcanzando lo que se conoce como “El Pacto de San Sebastián”, firme compromiso para acabar con el régimen monárquico y su sustitución por el republicano. Asisten, entre otros: Alejandro Lerroux y Manuel Azaña, por la Alianza Republicana; Marcelino Domingo, Alvaro de Albornoz y Ángel Galarza, por el Partido Republicano Radical Socialista; Niceto Alcalá Zamora y Miguel Maura, por la Derecha Liberal Republicana; Manuel Carrasco Formiguera, por la Acción Catalana; Matías Mallol Bosch, por Acción Republicana de Cataluña; Jaime Ayguadé, por el Estat Catalá, y Santiago Casares Quiroga, por la Federación Republicana Gallega; Felipe Sánchez Román, Eduardo Ortega y Gasset e Indalecio Prieto, no habiendo podido concurrir don Gregorio Marañón, de quien se leyó una carta de adhesión. (Diario El Sol, 18 de agosto de 1930)

El Pacto nombró un comité revolucionario cuyos miembros meses después constituirían el Gobierno Provisional de la II República.

[15] Publicado en Tensando el arco, Editorial Akrón, León, 2007.

[16] Historia de la Villa y Corte de Madrid, Tomo IV, pág. 374, José Amador de los Rios, Madrid, 1864

[17] Baste como ejemplo la referencia en la película a la aplicación del garrote vil por la justicia a Mateo Morral, siendo lo cierto que éste se suicidó dos días después de cometer su crimen al verse en peligro de ser detenido, y no sin antes asesinar al guarda jurado Francisco Vega en el término municipal de Torrejón de Ardoz, en Madrid.