Martes 01 de septiembre de 2015
Muere Wes Craven y muchos nos acordamos de aquellas tardes de cine de terror e iniciación sentimental en los 80. Y no, puede que no nos hayamos casado con nadie de la pandilla pero aquellos sustos fueron, a su manera, muy provechosos
El vídeo comenzaba a llegar y los cines empezaban a irse. De a poco, pero implacablemente, se iban convirtiendo en salas de bingo o, como los Gremlins, se reproducían repentinamente para metamorfosearse en flamantes multicines. Eso, al menos, les permitía sobrevivir, aunque no fuesen ya aquellas salas que, con sus nombres, evocaban en medio de tu barrio un pasado grandioso que jamás existió: Universal, Scala, Rex, Capitol. Por aquella época, la producción de testosterona no nos permitía darnos cuenta de cómo cambiaba el mundo. Yo, personalmente, andaba más preocupado por quedar con Carmelo el Mediohuevo. Y no porque el Mediohuevo me cayese especialmente bien, sino porque estaba saliendo con Ruth y ésta no iba ni a la esquina sin su prima Dunia, la chiquilla que me gustaba. El cine era la excusa perfecta para intimar con las pibas.
Y, ya puestos, las películas de terror resultaban muy útiles. No hay nada como el miedo para justificar que una cabeza se esconda en un hombro, o que una mano aferre a otra, a veces clavándole las uñas, pero quedándose luego, si hay suerte, posada sobre ella. El problema era que tú tenías que permanecer impávido mientras ella se tapaba los ojos hasta que pasara la escena chunga para avisarla de que ya podía mirar, hacerte el macho, en fin, mientras ella se hacía la fémina. La cosa es que ella no estaba tan asustada como fingía ni tú eras tan valiente como aparentabas ser, y cuando comenzaba a escucharse por segunda vez la cantinela infantil avisando de que Freddy andaba por ahí cerca, eras tú quien tenía los pelos de punta y el esfínter haciendo una tabla de gimnasia sueca.
Y era raro, porque se suponía que tú aguantabas bien las películas de terror: te habías visto en la tele o en el vídeo nuevo todos los clásicos, aunque tus padres hacían caso a Chicho Ibáñez Serrador y te lo habían prohibido. ¿Por qué ahora, en ese domingo en que te jugabas la posibilidad de enrollarte con Dunia, te daba miedo Freddy Krueger? Podría ser porque era un fantasma que no lo era: vivía en los sueños, pero mataba en la realidad. Su lengua podía surgir desde el auricular de un teléfono, podía convertir tu bañera en un pozo sin fondo, rajarse el vientre sólo para mostrarte las tripas o devorarte desde el centro de tu cama, vomitando tu sangre y las reservas completas de un banco de donaciones hacia el techo (eso, por cierto, se lo hizo a Johnny Deep, anticipándose a los deseos de miles de espectadores posteriores).
Freddy atacaba desde el subconsciente, pero sus efectos tenían correlato en el mundo real. Por lo demás, no era el único tipo detestable en su vecindario. Freddy no era como los espíritus que acosaban a una honesta familia de clase media que había ido a vivir a una nueva casa o al noble profesor o sacerdote que intentaba defender al mundo de los demonios que intentaban poblarlo.