Es un hecho cierto y negarlo sería estúpido, que durante los años del franquismo se persiguió y se reprimió a los homosexuales, se les abrió ficha policial y se les consideró peligrosos para la convivencia, sobre todo aquellos que por su condición de mayor marginalidad, que solía coincidir con los menos adinerados, estaban constantemente en el punto de mira de la Policía y de la Guardia Civil. Lo mismo sucedía con las prostitutas, encerradas en casas de tolerancia y obligadas a pasar reconocimiento médico semanal, sin perjuicio de tener también abierta ficha en los archivos policiales.
Pero decir esto es solo una verdad a medias. No fue el franquismo el único represor. Antes de 1936, durante la monarquía, lo mismo que durante la república, estaban igualmente fichados unos y otras, y eran objeto de los interrogatorios más vejatorios cuando se trataba de investigar delitos en los que la llamada “mala vida” tenía algún punto de contacto con los hechos delictivos. Era un hecho social weberiano que el común de las gentes veía con desconfianza a este tipo de personas y sus conductas desviadas y este prejuicio se pierde en la noche de los tiempos. En la edad media la homosexualidad era conocida por el nombre de “el pecado nefando”, por más que en la antigüedad griega fuera práctica común y aún lo sea hoy entre los pueblos musulmanes, donde los prejuicios sexuales no alcanzan a las conductas más contrarias a lo que convencionalmente entendemos por normalidad.
Pero dicho esto, no podemos por menos de admirarnos de la actual especie de moda progresista que achaca al franquismo y a las ideologías derechistas anteriores y posteriores todos los abusos, excesos y costumbres homofóbicas, como si en otros países no hubiera sucedido exactamente lo mismo en las épocas a las que nos referimos. Aquel comportamiento policial, con mayor o menor énfasis, fue común a todos los países de Europa, salvo los nórdicos, donde una mayor libertad de costumbres hacía que las conductas homosexuales fueran, si no normalmente admitidas por toda la población, sí ampliamente toleradas.
Para que la progresía actual se entere de las situaciones que se vivieron en aquellos años, conviene recordar que en países tan del agrado de ella como la Unión Soviética, se llegó incluso a la castración de los homosexuales, se les confinó muchas veces en cárceles y campos de concentración, se les desterró y, naturalmente, gozaban de amplias fichas policiales en las que, con todo lujo de detalles, se inscribían sus andanzas, compañías y relaciones. A las lesbianas, sobre todo a las de menor nivel social (pues incluso en el paraíso soviético había estratificación social bien definida) se las obligaba a efectuar la limpieza de urinarios públicos y se las destinaba a las labores más viles, atentando claramente contra su dignidad personal. Lo mismo ocurría en las Repúblicas Democráticas alemana, polaca, húngara, checa, etc. y, para no irnos tan atrás en el tiempo, podemos echar un somero vistazo a la democrática Cuba de hoy, donde los homosexuales no gozan, ni mucho menos de buen status y están ampliamente vigilados. Claro está que, en beneficio de la igualdad socialista, no se diferencian en esto mucho de los heterosexuales, pues allí está vigilado todo el mundo. Recordemos, sin embargo, el alto aprecio que el Comandante Don Fidel Castro tenía por la homosexualidad como lo demostró de forma muy clara llamando “mariconsón” a un interlocutor telefónico que le afeó su conducta política, episodio ampliamente difundido por la radio y la televisión, pero que la progresía ya ha sumido en los abismos del olvido.
Es, por lo contrario, curioso que los mismos progresistas, tan enemigos del imperialismo americano y de la intolerancia yankee, no sepan, o no quieran saber, que durante los años sesenta y setenta surgió pujante en América del Norte (más concretamente en San Francisco) el movimiento llamado “Orgullo Gay”, que se extendió por todo el país sin que nadie, y menos aún la policía, hiciera nada absolutamente por reprimirlo y gozaron ya entonces, como gozan hoy, de toda la libertad del mundo para publicitar sus preferencias sexuales, aunque la inmensa mayoría de los estados de la Unión, no hayan aprobado las bodas entre personas del mismo sexo. Pero es evidente que en los Estados Unidos no se ha alzado una bandera beligerante contra gays y lesbianas, ni por la sociedad, ni menos aún por el Estado.
Así pues llegamos a una clara conclusión: tolerancia e intolerancia dependen para los progresistas de sus preferencias políticas. Pero la realidad, terca en su devenir, nos demuestra que la libertad no tiene nada que ver con dichas preferencias.
Fernando Álvarez Balbuena