Un año más, en fecha tan señalada para vosotros, se me abren las páginas de esta revista de la amistosa mano de un cofrade del Dulce Nombre de Jesús Nazareno. A un amigo que ofrece un espacio para la reflexión, para la opinión, no se le rehúsa ni se le niega nada y, aún menos, algo que está en mi mente, en mi corazón y que mis manos, aunque torpemente sea, le pueden acercar. No de otro lado viene mi presencia en estas páginas, no es otra la razón, no otra la sinrazón que, para alguno, por vario motivo y desde varia posición, ésta tenga.
Muchos han sido los cambios habidos, la evolución tenida, por aquella Pascua Semanal de los dos primeros siglos del cristianismo, celebrada cada domingo, hasta ésta por vosotros denominada Semana Santa, centro de vuestro año litúrgico, su núcleo vital.
Desde los primeros testimonios sobre la Pascua anual (que primero se celebraba tres días —jueves, viernes y sábado anteriores al domingo de Pascua, de Resurrección, o de Pascua de Resurrección— y después pasó a celebrarse toda la semana), testimonios, repito, dejados hacia el siglo IV de la Era Común, por Egeria —peregrina que viajó a las tierras donde se desarrollan escenas bíblicas tanto en el Antiguo (Tanaj) como en el Nuevo Testamento (los territorios conocidos por el cristianismo como Tierra Santa) en los que por escrito refleja los actos de culto que los cristianos de Jerusalén realizaban esos días—, pasando por las distintas denominaciones (Semana grande, Semana Prototipo o «hebdomada authentica», Semana pascual y Semana de la Pasión) con que a ella se refirieron frecuentemente los Padres de la Iglesia y los rituales tanto de occidente como de oriente, hasta llegar a la de hoy en día, proveniente de la restauración litúrgica que el Papa Pío XII hizo en la Iglesia latina de esta semana al decir en su Decreto Maxima Redemptionis nostrae mysteria: «La santa Madre Iglesia, ya desde la edad apostólica, tuvo interés en celebrar todos los años, con una memoria especial, los más grandes misterios de nuestra Redención: la Pasión, Muerte y Resurrección de nuestro Señor Jesucristo. Al principio, los momentos capitales de estos misterios se celebraban con un triduo particular: el triduo de Cristo crucificado, sepultado y resucitado. Muy pronto se añadió la memoria solemne de la institución de la santísima Eucaristía. Y, finalmente, en el domingo que precede a la Pasión, fue introducida la celebración litúrgica de la entrada triunfal de nuestro Señor a la Ciudad Santa. Así se originó la peculiar semana litúrgica que, por la excelencia de los misterios celebrados, fue llamada santa, y fue adornada de solemnes y especiales ritos». Mucho ha sido lo evolucionado, pues, hasta, en mi opinión, aceptar convertir cosa tan profunda y seria para un creyente como puede ser su recreación y representación pública y penitencial en algo también banal como un espectáculo, por más de interés turístico de varia índole en que se haya convertido.
Mas, al margen de esa curiosidad, en estos días celebráis los cristianos, y católicos en vuestro caso, los misterios más importantes que, según la fe que profesáis, han tenido lugar en la historia de la humanidad: la pasión, muerte y resurrección de Jesús de Nazaret. Es verdad que su contenido religioso sólo se puede entender con los ojos de la fe cristiana y/o católica pero, incluso para quienes no la profesamos, esta semana puede ser aprovechada para proyectarla sobre nuestras vidas, por mero acto de voluntad, bajo nuestra particular y propia espiritualidad.
Y es aquí dónde, aun a fuer de parecer inoportuno, me siento en la obligación de decir que más que de libertad religiosa debería hablarse de libertad espiritual, puesto que mientras que aquélla se refiere a la de las distintas religiones, ésta acoge incluso a los que, no profesando ninguna, no por ello estamos privados de espiritualidad. Es decir, mientras que la libertad religiosa sí lo hace, la libertad espiritual, respetando la opción privada de cada cual, no estigmatiza a nadie, toda vez que el no ser religioso no significa ser antirreligioso. Puede parecer una simple cuestión de terminología, un lío de palabras, pero es que las palabras no son inocentes. Y por ello aclaro que coincido, en el concepto de espíritu y espiritualidad, con el filósofo francés Comte-Sponville: «el espíritu no es una substancia sino más bien una función, una capacidad, un acto —la capacidad y el acto de pensar, desear, imaginar, de hacer cosas inteligentes—. Esta capacidad y este acto —este espíritu— son irrefutables porque para refutarlos se necesita utilizarlos». Quede claro, por tanto, que, como bien expone Henri Peña Luis: «La laicidad no es la hostilidad a la religión como opción espiritual particular», sino que «es incompatible con todo privilegio temporal o espiritual dado a una opción espiritual particular, sea religiosa o atea».
La laicidad, desde la que escribo, implica para mí el respeto más profundo a toda manifestación religiosa del hombre, sin discriminación ni sectarismo. La laicidad no anula la religión del laico (es decir, del que —según reza el Diccionario de la RAE— no tiene órdenes clericales), sustituyéndola por la religión o filosofía del pensamiento único alienante, del poder de turno; sino que respeta, acoge, deja su sitio a los sentimientos más nobles que anidan en el corazón del ser humano. La laicidad no conoce credo, pero respeta todos los credos. Respeto éste, por cierto, que no siempre percibimos, ni recibimos, de algunos que afirman creer y seguir las enseñanzas de un Dios que, dicen, es Amor, con mayúscula. Y con mayúscula, pues no es sólo «philia» (amor de amistad), ni sólo eros, amor ascendente, vehemente y posesivo, sino también agapé: «No sólo porque se da del todo gratuitamente, sin ningún mérito anterior, sino también porque es amor que perdona», tal que dice Benedicto XVI en su Carta Encíclica Deus Caritas Est.
Después de esta aclaración de mi personal posición al respecto, cómo no retomar lo dicho anteriormente: que la rememoración y representación de la pasión y muerte de Jesús de Nazaret, incluso su resurrección, si se quiere en un sentido metafórico, me puede servir para reflexionar sobre esos seres humanos que entregan su vida, tantas veces de forma anónima e incluso nada heroica, por lo que aman y creen; sobre aquellos seres humanos que cada día buscan un continuo mejoramiento como tales, para sí y para los demás, a través de sus pensamientos, obras y omisiones; en aquéllos otros, víctimas de la injusticia, de la difamación, de la traición. Y puesto que al fin quedó dicho por Juan apóstol, Apocalipsis 2:2: «Yo conozco tus obras, y tu arduo trabajo y paciencia; y que no puedes soportar a los malos, y has probado a los que se dicen ser apóstoles, y no lo son, y los has hallado mentirosos», por qué no aprovechar ésta, vuestra Semana Santa, para, desde cualquier espiritualidad, poner en práctica lo dicho en la Epístola a los hebreos, 10:24: «Considerémonos unos a otros para estimularnos al amor y a las buenas obras».
Sírvanos, pues, esta semana para, cada uno desde su propia espiritualidad, reflexionar sobre cómo mejor desempeñar nuestro propio papel de mejorar y cuidar el bien común, o sea, lo que a todos nos une, y no solo a algunos. Hagamos de esta semana, que semana de espiritualidad es, semana de espiritualidades que a nadie rechace y a todos acoja. Así sea.
Juanmaría G. Campal
Artículo publicado en la Revista de la Cofradía del Dulce Nombre de Jesús Nazareno de Léon, 2009