A propósito de la polémica suscitada por la Sábana Santa de la Catedral de Oviedo, de cuya autenticidad caben dudas más que razonables, se ha desatado, como es moda en estos tiempos de laicismo militante una marea mediática, que tratando siempre de atacar las creencias religiosas, confunde tradición religiosa con ciencia positiva.
La fe en lo trascendente, por fortuna, está muy por encima de estas discusiones estériles, inútiles, y sectarias, pues nada tiene que ver la creencia en un Dios y en una religión (sea la que sea) con los errores y creencias no dogmáticas que se dan en toda sociedad.
La ciencia, a lo largo de la historia, también ha cometido equivocaciones, algunas de las cuales, como por ejemplo el sangrar a los enfermos con fiebres altas, costó la vida a mucha gente y no por eso se descalifica a la ciencia médica en bloque, sino que se tiene fe en un futuro cada vez con más posibilidades de curar enfermedades graves y prolongar el tiempo de nuestras vidas.
Pues bien, descalificar a la religión por un error, una equivocación o, incluso, por la falsedad de una reliquia, es tan poco científico como negar a la física la posibilidad de conocer los secretos del universo.
Sin pretender hacer apologética religiosa, ni menos adoptar posturas dogmáticas que traten de confrontar o descalificar el agnosticismo o el racionalismo, podemos concluir que está empíricamente demostrado por cuanto queda dicho que razón y fe no son necesariamente términos excluyentes. Quien plantee el dilema de o lo uno o lo otro, excede el ámbito de la dialéctica científica. El propio Santo Tomás de Aquino, tomando a Aristóteles por maestro, trata de demostrar que “razón y fe no se pueden contradecir, porque la fe debe de entenderse como un obsequio racional que el hombre hace a Dios” (Summa Teológica).
El hombre trata de explicar todo cuanto le rodea por medio de la experiencia, de la investigación y de la ciencia. En otras palabras: a través de la razón, que es su arma intelectual más poderosa. Pero ¿qué sucede cuando no se encuentran explicaciones satisfactorias, cuando hay lagunas misteriosas, cuando no quedan posibilidades? Entonces la razón inventa el asidero último de la esperanza y de ella surgen los sentimientos trascendentes que irremediablemente llevan a la creencia en algo superior que mueve unos hilos invisibles, que está más allá de las posibilidades humanas del conocimiento, y esta conducta, paradójicamente, es perfectamente racional porque el último fin útil de la razón es buscar y hallar una explicación al permanente estado de duda e inseguridad inherentes, como la misma razón, a nuestra propia naturaleza, pues como asegura el maestro Unamuno:
“El hombre es un conato de eternidad.”
A lo largo de la historia, pese al análisis que Karl Marx y sus discípulos hacen de la misma, vemos como las religiones nacen, crecen, evolucionan y, a veces, mueren. Sin embargo la idea de Dios es permanente en todas las civilizaciones y ninguna filosofía ha sido capaz de destruirla, sencillamente porque el hombre se resiste a desaparecer para siempre y lleva en si mismo el espíritu trascendente que le afirma en la esperanza de una vida futura las la muerte irremediable. Y en esta idea, o mejor dicho, en esta creencia, está una mayoría inmensa de la humanidad, en tanto que el ateísmo, científico es patrimonio de una escasa “elite” de pensadores que tras intensa reflexión y profundo estudio no encuentran explicación razonable a su ansia de trascendencia. También lo es, de forma simplemente práctica, sin estudio ni reflexión científica alguna, para una caterva de ignorantes, para quienes la vida representa tan solo un corto espacio en la inmensidad del tiempo, y por ello es necesario gozarla y disfrutarla en un encanallamiento del que ya la Biblia nos deja sentencia:
“Comamos y bebamos que mañana moriremos”.
En conclusión: Razón y fe deben apoyarse y complementarse. La religión, lejos de ser el “opio del pueblo” es el sustento de la ética y sus enseñanzas morales no comprometen a otra cosa que a hacer el bien. El Estado, que debe de velar por la justicia, no puede prescindir de la caridad y esta no se enseña en las leyes de los hombres, sino en la Ley de Dios.
El retorcer argumentos y condenar conductas humanas para negar a Dios, lejos de favorecer el progreso de la ciencia, no hace otra cosa que crear en la sociedad nihilismo, desesperanza e infelicidad.
Fernando Álvarez Balbuena
Dr. En CC. Políticas y Sociología