De un tiempo a esta parte, no gana uno para disgustos. Y es que la vida del historiador nunca ha sido fácil. Ya Séneca, en De beneficis, dijo: “Bajo el dios Augusto lo que se podía escribir no era aún fuente de peligros, pero sí de problemas”. Al parecer, la situación cambió a peor con Tiberio. Ya en la España de los siglos XX y XXI, bajo las primeras etapas del régimen de Franco escribir historia era más peligroso que en los años sesenta o bajo Juan Carlos I y Felipe VI, pero en una y otra época suscita problemas. Buena prueba de ello es el proyecto de reforma de la Ley de Memoria Histórica propugnado por el PSOE: una auténtica pesadilla orwelliana, que parece inspirada por la facción historiográfica capitaneada por Paul Preston, Ángel Viñas y Josep Fontana, especie de “Escuela de Resentimiento” (Harold Bloom), dedicada, entre otras cosas, a difamar e insultar a todos aquellos que disienten de sus discutibles tesis. El que esto escribe ha sufrido últimamente una plétora de insultos de parte de los componentes de este grupo, a los que no he dudado en responder como se merecían. En una paupérrima apología de Preston, el catedrático valenciano Ismael Saz me tachó de “revisionista” y “negacionista”; Borja de Riquer me comparó con Pío Moa, con quien, por cierto, yo he polemizado acremente; Francisco Espinosa me calificó como “uno de esos tesoros ocultos de la universidad ahora pulido y abrillantado desde la Fundación Ortega-Marañón”. La palma de la estolidez se la llevó Alberto Reig Tapia, quien dedicó más de ochenta páginas de su libro La crítica de la crítica, a insultarme; lo menos que me llamó fue “majadero”. Por supuesto, no he recibido el menor apoyo del mundo académico. Ahora, el veterano Josep Fontana Lázaro le emprende conmigo en un prólogo a la obra de Pedro L. Angosto, Diccionario del franquismo, por mis críticas a Ángel Viñas, el paleohistoriador por excelencia de este grupo de presión, acusándome, como es de rigor, de “franquista”. Calumnia que algo queda. Lo que yo hice fue criticar la identificación que hizo Viñas, un ignorante absoluto en historia de las ideas, en uno de sus libros más mediocres, entre el caudillaje de Franco y el Führerprinzip hitleriano. La definición de Füherprinzip la sacaba Viñas de Wikipedia, ¡qué nivel Dios mío!. Yo sostenía, y sostengo, que el caudillaje franquista tenía por base el iusnaturalismo católico, lo que le imponía unos claros límites a su autoridad, mientras que el hitleriano se basaba en un decisionismo radical, basado en la autonomía total del dictador. ¿Es eso una apología del franquismo?. Desde luego que no, pero a Fontana le da igual; es su estilo. De la misma forma, se escandalizaba de que yo hiciera referencia al “pluralismo restringido” inherente al régimen de Franco, algo que han sostenido investigadores de distintas tendencias políticas como Linz, Nolte, Furet o Andrés de Blas. Grandes apologistas del franquismo, como todo el mundo sabe. Critiqué, y lo seguiré haciendo, la unilateralidad antifranquista de Viñas, que, por lo menos a mi modo de ver, resta credibilidad a sus trabajos. Por cierto, Viñas acaba de publicar un nuevo libro titulado, El primer asesinato de Franco. Una crítica este libelo podría titularse: “El primer asesinato de Franco y le penúltima estupidez de Ángel Viñas”. Y es que lo primero está por demostrar, porque de nuevo Sherlock/Viñas fracasa en su intento de apresar a Moriarti/Franco; de lo segundo, no me cabe la menor duda. Viñas me sigue pareciendo no un historiador solvente, sino un polemista, obsesionado con la figura de Franco, encarnación, según él, del Mal radical. Y es mejor dejarlo, porque nunca calmará su odio. Vayamos a Fontana, un personaje más interesante desde el punto de vista biográfico e historiográfico.
Discípulos de Pierre Vilar y de Vicens Vives, Fontana militó desde muy joven en el PSUC. Básicamente, es un marxista catalanista, un nacional-comunista. En sus colaboraciones en revistas clandestinas durante el franquismo, bajo el pseudónimo de “Ferrán Costa”, se mostraba partidario de las tesis soberanistas de los “Països Catalans”. Ya entonces se caracterizaba por su lenguaje provocador y excluyente, cuando calificaba al historiador Hugh Trevor Roper de “anticomunista profesional”. Se opuso a la declaración de abril de 1967, en la que el comité ejecutivo del PCE anunciaba un pacto que llevara a la democracia no sólo con los sectores de izquierda, sino con los reformistas del franquismo. A su entender, aquella declaración significaba que “el Partido pacta con los asesinos de Julián Grimau”, aunque finalmente tuvo que aceptarla. Se dio a conocer en el mundo académico con su tesis doctoral La quiebra de la Monarquía absoluta, defendida en 1970 y publicada por la editorial Ariel dos años más tarde. Su campo de investigación y estudio es el período de transición del Antiguo Régimen a la sociedad liberal, es decir, en términos marxistas, la “revolución burguesa”. En su opinión, en España se había adoptado la vía prusiana, a través de una alianza de la burguesía con la nobleza latifundista. En Fontana la faceta de investigador es tan importante como la de polemista, historiador militante y, sobre todo, Guardián de la Historia. Como Tuñón de Lara, Fontana tiene una concepción abiertamente instrumentalista del conocimiento histórico. La historia es siempre “una herramienta valiosísima para la formación de una conciencia crítica”. La suya ha sido siempre una labor historiográfica de “combate”. Consecuentemente, a lo largo de su dilatada trayectoria profesional, Fontana se ha caracterizado por ser, como reprochaba Francisco de Quevedo a Luis de Góngora, “docto en pullas cual mozo de camino”. Es un auténtico campeón del terrorismo intelectual. El lenguaje de Fontana es provocador y en no pocas ocasiones recurre al insulto y la diatriba. En sus primeras escaramuzas, relacionó a la Escuela de Navarra, de Suárez y Comellas, con la concepción “paranoica de la historia”. Fontana obtuvo la cátedra de Historia económica en la Universidad de Valencia, y dos años después pasó a ocupar la de la Universidad Autónoma de Barcelona. A su faceta académica, hay que añadir su labor de animador cultural sobre el fondo de influyentes revistas y editoriales como Recerques, Crítica, Mientras tanto, L´Avenç, Ariel, etc. En ese sentido, ha divulgado en España las obras de Thompson, Rudé, Soboul, Hobsbawm, Kossok, etc.
A su entender, la labor del historiador era luchar por aproximarse “al ideal de la supresión de todas las formas de explotación del hombre, de una sociedad igualitaria en la que se haya dominado toda coerción”. A partir de tales supuestos, Fontana intenta fundamentar sus postulados mediante una serie de calas en la historia de la historiografía y del pensamiento político europeos. Y casi todas las figuras elegidas salían muy malparadas. Ranke ante todo se caracterizaba por su “reverencia hacia el poder”. La filosofía de Collingwood no era otra cosa que “un potaje”. Karl Popper era un defensor de “la sociedad abierta y del beneficio capitalista”, cuyos planteamientos filosóficos y epistemológicos son “tan groseros como tramposos”. No obstante, el principal enemigo con que el historiador catalán se enfrentaba era, sin duda, la Escuela de los Annales, de Lucien Febvre y Fernand Braudel. A su entender, Annales es un “sucedáneo del marxismo, que finge preocupaciones progresistas y procura apartar a quienes trabajan en el terreno de la historia del peligro de adentrarse en la reflexión teórica, sustituida por un conjunto de herramientas metodológicas de la más reluciente novedad y con garantía de cientificismo”, pura “cacharrería”. Acusaba a Febvre de colaborar con el régimen de Vichy. Calificaba El Mediterráneo en tiempos de Felipe II de “un puro artificio literario”. Braudel no era más que un esbirro del capitalismo, ya que estimaba que “una de las estructuras permanentes de la historia es que toda sociedad es jerarquizada” y “acaba afirmando que el capitalismo es inevitable”. El fruto de la de la socialdemocracia había sido “desmovilizar a las masas trabajadoras…para conducirlas a la tranquila colaboración con el capitalismo, que era el lógico corolario de sus planteamientos teóricos”. Sus simpatías iban hacia el marxismo revolucionario de Gramsci, Korsch y Lukács en detrimento de Kaustky. François Furet aparecía como una especie de paniaguado del capitalismo norteamericano. Sus estudios sobre la Revolución francesa eran tan sólo de “carácter ensayístico y de síntesis”. Mona Ozouf era “una especialista de tercera fila”. Juzgaba “irrelevantes” las tesis de Hayden White sobre la historia y la literatura, “pura fantasmagoría”. Y es que el posmodernismo era “el auténtico fin de la historia tal y como la hemos conocido, porque priva a todos los acontecimientos históricos de sentido”. Fontana planteaba ya el tema de la “memoria histórica”, que no trataba, a su juicio, de “recuperar del pasado verdades que estaban enterradas bajo las ruinas del olvido”, sino de construir “presentes recordados”. No en vano, patrocinó el denominado “Memorial Democrático”, un auténtico proyecto totalitario que pretendía imponer una visión única de la historia de Cataluña en el siglo XX.
En los últimos años, Fontana, aunque especializado en el siglo XIX español, comenzó a hacer sus pinitos, con fervor de neófito, en la historia del franquismo. A su entender, lo que Franco y sus acólitos pretendían “no era combatir la radicalización de una política que hasta entonces había sido harto moderada, sin la república misma, y lo que ésta había significado”, es decir, “liquidar la democracia y el parlamentarismo para establecer, de entrada, lo que el propio Franco llamaría dictadura militar”. Como si la democracia liberal hubiese sido alguna vez el horizonte político de Fontana; nunca lo ha sido. Comparaba ambas represiones, en detrimento de la nacionalista. Para luego afirmar que el desarrollo español de los años sesenta se debía “a los créditos norteamericanos y, sobre todo, al timón de la economía europea”. En esa línea, llegó a afirmar que la política hidraúlica de la II República había sido más efectiva que la llevada a cabo por el régimen nacido de la guerra civil. Sus conclusiones eran las esperadas, porque Fontana nunca defrauda a sus lectores: el régimen de Franco representó “un retraso de entre diez y quince años en nuestro crecimiento económico”. Podemos preguntarnos, no obstante, por las consecuencias de una política económica de corte marxista como las que propugnaban, por entonces, Fontana y sus camaradas del PSUC. Por supuesto, ha defendido que en la guerra civil existió un auténtico “genocidio” por parte de los vencedores. Y que Franco era más “reaccionario” que Fernando VII. Claro que la transición, a la que calificó de “sainete”, tampoco ha sido de su agrado. Y es que tanto el PSOE como el PCE traicionaron, en su opinión, a sus bases sociales, abandonaron sus proyectos de transformación social y pactaron con los franquistas, a cambio de acceso a parcelas de poder. Tristemente memorable fue su participación en el vergonzoso simposio sobre “España contra Cataluña”, en el que defendió, contra no pocas racionalidades y evidencias, que el resultado de la Guerra de Secesión fue el triunfo del absolutismo castellano sobre un proyecto político catalán basado en el establecimiento de formas representativas y democráticas en el camino de Holanda e Inglaterra. Como es de rigor en estos casos, Cataluña representa la modernidad política y económica frente a una Castilla semifeudal, autoritaria y asimiladora. Debería haber leído mejor las Bases de Manresa. Esta intervención provocó la reacción de su amigo el historiador aragonés Eloy Fernández Clemente, quien en carta calificó de “error” su participación en el simposio: “Tu olfato no pudo ocultarte por donde iban”. Olvidaba que Fontana es ante todo un nacional-comunista, siempre fiel, por cierto, al legado de la revolución bolchevique de 1917. Y es que, a su entender, Lenin tenía razón frente a la social-democracia y “las mentiras del régimen parlamentario burgués donde todo (las reglas del sufragio, el control de la prensa, etc) contribuía a establecer una democracia sólo para ricos”. A ese respecto, ha propugnado recientemente, en una conferencia, “recuperar la historia de aquella gran esperanza, frustrada en su dimensión más global, que encierra también nuestras luchas sociales”.
Como no creo en el Mal absoluto, diré que estoy de acuerdo en una cosa que Fontana sostiene en su libro La Historia de los hombres: el siglo XX: “La historia en malas manos puede convertirse en una terrible arma destructiva”. Su producción historiográfica es, sin duda, un gran ejemplo de ello. Por eso, merece la pena sufrir sus mordeduras; y es que quizás sean las últimas.